Las memorias del Duque [larry Stylinson]

Prólogo.

Harry debió quedarse en cama esa mañana para no oír las barbaries que sus padres dijeron apenas lo vieron. Debió hacer caso a su instinto de supervivencia y quedarse encerrado en su habitación, leyendo un buen libro o, simplemente, durmiendo hasta que sus tripas rugieran y lo obligasen a llamar a servicio para que le trajesen algo para satisfacer su necesidad de comida.

Maldita la hora en la que permitió que sus doncellas y mayordomo lo acicalaran para, posteriormente, llevarlo al comedor principal donde sus padres le dieron una sonrisa incómoda antes de lanzar la noticia bomba: debía de buscar una esposa y no cualquiera, sino la mejor, aquella que fuese perfecta no solo a ojos de sus padres sino a ojos de todo el Imperio Británico.

Su corazón se detuvo al oír la sentencia de muerte — así lo sintió — y falleció cuando su padre lo miró con autoridad y le aclaró que era más una orden que una sugerencia. Él no quería casarse. Definitivamente no a su corta edad. Definitivamente no con una chica.

Muy pocos lo sabían, por no decir que solo su guardia, a quien consideraba mejor amigo, que el príncipe de Reino Unido, el sueño de muchas jovencita de todas las clases sociales, sentía atracción única y exclusivamente por los chicos.

Lo había descubierto a los trece, cuando uno de sus amigos vino al palacio y en medio de la conversación, Harry tuvo el ferviente deseo por robarle un beso. Para ese entonces él sabía que aquello era considerado como algo enfermo y perverso, y sabía aún mejor las consecuencias que traía consigo; por lo que apenas su amigo se marchó, pidió a sus guardias que no le permitieran la entrada nuevamente.

El miedo por lo que sintió fue tan grande que se apartó del mundo exterior y se concentró únicamente en sus estudios, las visitas frecuentes a la biblioteca real y las estrategias de ajedrez que fue aprendiendo y perfeccionando con el paso de los años. La ansiedad y la obsesión con el tema de ser descubierto lo llevaron al límite, al punto en que se cuestionaba cada paso que daba y cada decisión que tomaba. Cambió por completo su guardarropa, conservando únicamente aquellas prendas que no gozaban de los ostentosos holanes que tanto le gustaba vestir o los colores vibrantes que eran considerados como afeminados; se instruyó en política, equitación, esgrima e idiomas; aprendió de cacería pese a que le disgustara e incluso fingió interés por una que otra hija de algún conde o duque que fuese invitado al castillo.

Se mentalizó acerca del matrimonio y aquello lo llevó al borde de la locura. No fue una sorpresa que al cumplir los dieciséis comenzase a robar las gomas de mascar especiales de la Reina, hechas de opio y cocaína, para poder calmar sus nervios y dormir por las noches.

Encerrado dentro de un closet de cristal, se convirtió en la persona más monótona que hubiese pisado Inglaterra. Su carencia de personalidad lo llevó a convertirse en un chiste local por todo Londres, pero él supuso que aquello era mejor a ser azotado para posteriormente ser asesinado de la forma más tortuosa posible.

Todos sus planes a futuro y sus estrategias para ocultar su evidente homosexualidad se fueron a la basura cuando a principios de 1884 conoció a David Bradley, hijo de su entonces maestro de equitación. Se enamoró perdida y profundamente de él con tan solo veinte años y, pese a todas sus reglas autoimpuestas, el pensamiento tan arcaico de la sociedad británica, sus valores arraigados a la iglesia y el predicamento de sus padres; se permitió vivir la historia de amor más agridulce jamás contada.

Estuvo con David todo el verano, teniendo citas fugaces en los lugares menos pensados, besándose a escondidas, mirándose a lo lejos y mandándose cartas llenas de promesas — Harry aún las tenía guardadas debajo de su cama —. Fue una época llena de dicha y genuina felicidad para el príncipe.

En invierno se separaron. Pero no por ello dejaron de pensarse, de extrañarse con tanta intensidad que sentían que el corazón se les saldría del pecho. En su reencuentro, ambos se dejaron caer por el deseo y David le propuso matrimonio.

Harry aceptó sin dudarlo.

Al llegar la primavera, ambos planearon su boda: sería a mediados de Mayo en Gretna Green, donde vivirían juntos en anonimato hasta que fuese propicio el dejar de esconderse. Harry pasó todo Abril danzando y cantando por doquier, sonriendo y reflejando tanta luz a través de sus ojos que era imposible no darse cuenta que estaba enamorado.

A principios de Mayo, David y su padre se fueron de Londres para nunca volver, dejando a un príncipe hecho pedazos y sin la mitad de su alma. Sin algún atisbo de esperanza quedaba dentro de su ser, éste fue fulminado cuando ese mismo año su madre, la Reina, declaró el uranismo como un crimen.

Desde ese día el príncipe perdió la capacidad de sonreír y se convirtió en el juguete favorito de la Reina: tan hermoso por fuera y tan vacío por dentro.

No fue una sorpresa para sus padres que Harry aceptara, desde los veinte se había convertido en un robot sin corazón que solo seguía órdenes, pero... ¿qué más le quedaba? Él estaba muerto por dentro y lo último que hacen los muertos es reclamarles a los vivos.

 




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