♕ CAPÍTULO 2. EL DUQUE DE WETZLER ♕
En algún momento de la historia, el príncipe de Reino Unido fue alguien conocido por su sonrisa encantadora y aquella risa contagiosa que ponía de buen humor a cualquiera, además de sus emblemáticos ojos verdes como las esmeraldas que poseían un brillo tan deslumbrante, que era imposible fundirse en ellos. Su belleza fue la perdición de las mujeres de Inglaterra, todas querían estar bajo su escrutinio y escuchar su portentosa voz que danzaba suavemente en los tonos bajos.
Se dice que hubo más de una que fingió impecablemente un desmayo para llamar su atención, algunas lo consiguieron y otras fallaron vilmente al permanecer largos y vergonzosos minutos postradas en los suelos de las calles de Londres.
Tras el auto-confinamiento de Harry, muchos dejaron de hablar de su indomable aura y atrayente presencia, se concentraron en los chismes de lavadero, que tardaron más en ser creados que en llegar a los encabezados de las revistas de sociedad más famosas entre los británicos. Obviamente la Reina tomó cartas en el asunto y, prácticamente, prohibió que se hablase del príncipe a menos que se tratase de un asunto meramente político o algún evento que hubiese asistido.
Aquello ocasionó que se acostumbrara a pasar medianamente desapercibido del ojo público — los rumores siempre iban a estar, pero al menos ya nos los encontraba escritos en una hoja de papel —, por lo que le tomó por sorpresa encontrar esa mañana, mientras bebía una taza de té humeante, su nombre en primera plana junto a una vieja fotografía que le tomaron alguna vez en el Parlamento.
"La ausencia del Príncipe Edward de Reino Unido en el Charlotte's Ball de este año causa conmoción en la burguesía británica, se rumora su posible participación en la Temporada Social de 1889".
Una sensación extraña le recorrió todo el cuerpo al caer en cuenta que, la prensa al publicar esa nota, había dado luz verde al inicio de la pesadilla plagada de madres-buitres-desesperadas pululando a su alrededor mientras hablaban y hablan de cuán fantásticas eran sus hijas, y doncellas derritiéndose a su paso.
¡Qué horror!
Harry cerró la revista de golpe y, por inercia, la arrojó en alguna parte de la habitación, como si con ello pudiese desaparecer el lío en el que estaba metido. ¡Maldita la hora en la que aceptó el capricho de su madre cual perrito adiestrado! ¡Maldita la hora en la creyó que todo le resultaría demasiado fácil y no concebiría en su garganta la sensación de ahogo!
Un malhumorado gruñido escapó de entre sus labios mientras abandonaba la cama por segunda ocasión. La primera había sido a causa de su insomnio, se hartó de dar vueltas y vueltas en la cama y, a las cuatro de la mañana, se decidió a salir al balcón y disfrutar de la helada brisa de los vientos de Londres con el más reciente libro que estaba leyendo y un pesado abrigo negro encima; el tiempo se le pasó volando y cuando menos lo notó, el sol estaba saliendo de su escondite.
Se aproximó a su tocador, estirando los brazos para así despabilarse, y prácticamente se venció sobre la sillita de madera frente al espejo. Le recibió un rostro extraño y a la vez bastante familiar: era él, pero en una versión enervada y afligida.
Su cabello rizado y oscuro, ligeramente despeinado y con rastros de la almohada, caía con suavidad sobre su frente, brindándole un aire rebelde y hasta cierto punto sombrío; su piel tersa al tacto y enferma a la vista contrastaba con las sombras profundas bajo sus ojos verdes, causadas por las continuas noches en vela; el dulce sonrojo de sus mejillas realzadas y la nariz recta por el frío, y los labios violáceos con pequeños puntos de sangre — Harry tenía una muy mala costumbre de morderlos — eran preocupantes; su vestimenta no ayudaba mucho: el pijama gris de dos piezas y el pesado abrigo negro que aún llevaba puesto le otorgaban un aspecto convaleciente y moribundo.
Pese a ello, pese a lo destruido y devastado que se apreciaba y se sentía, seguía siendo hermoso... de una forma poco ortodoxa.
Si se tuviese que describir en una sola frase, probablemente, sería: algo tan hermoso que duele.
Harry miró su reflejo unos segundos, acaparando cada detalle de su rostro y sintiéndose cada vez más culpable por el daño que se estaba haciendo a sí mismo. No dormir bien, comer a penas y fumar más seguido de lo usual le estaban cobrando factura y tenía muy claro que, si seguía así, el maquillaje que día con día sus doncellas le aplicaban no sería suficiente para esconder el fantasma en el que se estaba convirtiendo.
Estaba, casi cien por ciento, seguro de que había perdido peso, las costillas se le marcaban más de lo que deberían y cada que se agachaba, los discos de la columna trazaban un notorio camino de diminutas montañas por su espalda.
Cubrió su rostro, incapaz de seguir siendo testigo de su propio retrato.
— Tú puedes, Harry — se dijo a sí mismo como un consuelo —. No dejes que esto te destruya.
Permaneció en esa posición, con el sonido de su respiración como banda sonora, por lo que pareció una eternidad y, cuando se sintió los suficientemente listo para ser observado por otros sin el temor de dejar a flote el cúmulo de emociones instaladas en su pecho, tocó la campana, llamando al servicio.
Javier y un mini-ejercito de mayordomos entraron a la habitación pocos segundos después, como si hubiesen estado tras la puerta esperando a que el príncipe terminara su extraño ritual de motivación. Llevaban consigo la vestimenta del día y un montón de alfileres, hilos y agujas por si se necesitan hacer ajustes de última hora; maquillaje dentro de una caja china — nadie de la familia real conocía su pequeño secretito —, productos para el cabello, un cúmulo de pares de zapatos hechos especialmente para el rizado, y sales y esponjas para el baño.