Las (no Tan Heroicas) Aventuras de Hans

Capitulo 1: El infortunado nacimiento de una leyenda

Algunos nacen para la gloria: héroes forjados en batalla, estrategas con mentes tan afiladas como la hoja de una espada eléctrica, destinados desde el primer aliento a dejar huella en la historia.

Y luego estaba Hans.

Su historia no comenzó con profecías ni linajes nobles. No hubo estrellas alineándose al momento de su nacimiento, ni cometas cruzando los cielos, ni ancianas ciegas balbuceando vaticinios junto al fuego. Los dioses no susurraron su nombre. De hecho, si lo hicieron, probablemente fue con una carcajada.

Hans nació en una aldea tan olvidada que ni los mapas se molestaban en recordarla. Un puñado de casas torcidas, caminos de barro y un pozo que crujía cada vez que alguien intentaba sacar agua. Su madre era una mujer fuerte, de esas que hablaban poco pero cuyos silencios educaban mejor que mil discursos. De su padre no había rastro. «Un error con botas», solía decir ella cada vez que Hans preguntaba. Nunca supo si hablaba del padre o de él mismo.

Desde pequeño, Hans aprendió que la vida era dura, pero también que siempre había una forma —por improbable que fuera— de seguir adelante. Era valiente de cierto modo valiente y aveces brillante. No era particularmente fuerte. Pero tenía algo que lo mantenía en pie: una tozudez absurda, un alma terca que no sabía cuándo rendirse.

Y una suerte... peculiar.

No era buena suerte. Eso sería demasiado generoso. Pero tampoco era del todo mala. Era una suerte que lo ponía al borde del desastre y, justo cuando todo parecía perdido, lo empujaba hacia una victoria tan improbable como absurda.

A los once años, Hans vio a un viajero encapuchado huir con el botín del mercader local. No pensó; simplemente echó a correr. Lo único que tenía a mano era la gallina.

—¡Haz lo tuyo, Geraldina! —gritó sin mucha fe, aunque la gallina ni siquiera se llamaba así.

El ave chilló como un demonio ofendido y revoloteó directamente a la cara del bandido, que soltó un alarido y tropezó hacia el borde del barranco. Resbaló. Cayó.

Hans se detuvo, jadeando, la boca abierta y los ojos clavados en el vacío. No sabía si reír o llorar. Solo tenía claro una cosa:

La gallina acababa de ascender oficialmente en su lista de héroes personales. Estaba justo por debajo de su madre, pero por encima del panadero local.

A los trece, durante la feria estacional que se hacía en invierno, un joven dragón bajó revoloteando sobre el mercado, confundiendo las antorchas con insectos brillantes. Cuando se acercó demasiado, lanzó una bocanada de fuego que prendió un puesto de pan de miel.

Hans escuchó gritos desordenados, entre ellos alguien que pedía agua para apagar el fuego.

Hans tenía un cubo de agua en las manos. No pensó demasiado. Gritó algo incoherente, como: —¡¿Dónde está lo que quema?! Luego corrió hacia el incendio con tanta celeridad que con un trozo de fruta se resbalo y lanzó el cubo como si fuera una piedra.

No con estilo. No con puntería. Con desesperación.

El agua voló en un arco descontrolado y cayó justo sobre la cabeza del dragón. La segunda bocanada se apagó antes de salir. El dragón, empapado, chilló con indignación y alzó el vuelo entre carcajadas del público.

—¡El chico domó al dragón! —gritó alguien.

Hans solo pensaba en el cubo, confundido por los vítores de la gente y preguntándose si eso contaba como haber salvado el día o solo como una gloriosa metedura de pata con efectos colaterales positivos.

A los catorce, visitando la capital con su tío —un mercader veterano que conocía la región como la palma de su mano—, Hans caminaba entre una muchedumbre que lo rebasaba por todos lados. Su tío le advirtió con seriedad que no se alejara, que la ciudad podía tragarse a los despistados.

Hans asintió, pero justo en ese momento se detuvo al ver un cartel pegado en una pared: una competición de esgrima. Se inclinó para leer mejor, con los ojos brillando de emoción, y dio un paso atrás.

Fue entonces cuando tropezó con un hombre que corría. No hubo palabras, solo un golpe seco y confusión. Ambos cayeron al suelo, se incorporaron rápido, y siguieron su camino sin notar que habían intercambiado las bolsas. El hombre —un ladrón infame— desapareció entre la multitud, y Hans recibió una colleja de su tío por pararse a mirar "tonterías".

Unos minutos después, su tío le pidió la bolsa con el pan y el dinero. Hans, aún rascándose la cabeza, abrió la suya y encontró joyas.

Tras varios minutos de explicaciones atropelladas, terminaron en un cuartel. Hans entregó el botín con cara de susto y, para su sorpresa, le dieron unas monedas por la molestia, el gesto "honesto" y una medalla por "colaboración ciudadana". Aún no sabe si fue un castigo educado o un premio irónico. Lo que sí es seguro es que su bolsa original jamás apareció, y su tío nunca volvió a confiarle las compras.

Su reputación creció rápido. Lo apodaron el "General Desastre", un título honorífico sin rango, sin tropas, sin gloria. Pero con historias.

Y así empezaba su leyenda. No escrita en el cielo, sino tallada a tropezones en el barro.



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En el texto hay: #ficcion, #fantasía, #novelafantástica

Editado: 24.06.2025

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