El bar hervía de gente. Olor a cerveza rancia, sudor y apuestas desesperadas saturaba el aire. La Gran Carrera del Duque estaba a punto de comenzar, y cada rincón del lugar crujía bajo el peso de gritos, empujones y monedas apostadas.
—¡Adelante, apúrense! —vociferaba el tabernero, tratando de abrir paso entre la marea humana.
Hans, en la cola, olía a polvo, cansancio y hambre. No le interesaban las carreras, ni los caballos, ni el honor: estaba allí por la promesa de una comida gratis. Bastaba acertar una flecha en una manzana tras girar cinco veces alrededor de un taburete. Sonaba ridículo, pero para Hans, todo lo que no implicara pagar sonaba razonable.
Fue entonces cuando la vio.
Una mujer de cabellos oscuros y ojos afilados, bebiendo de su jarra con indiferencia majestuosa. Entre la chusma sudorosa y pendenciera, ella destacaba como un cisne entre patos cojos. ¿Una noble disfrazada? ¿Una ladrona de alto vuelo? ¿O simplemente alguien demasiado orgullosa para encajar allí?
—Bonita, ¿eh? —murmuró un tipo a su lado, dándole un codazo.
Hans apenas parpadeó.
—Dicen que puede destripar a un hombre en cinco segundos —añadió el desconocido, riendo como si contara una broma demasiado vieja.
Hans no contestó. Un grito ahogado cortó el aire y luego, el caos: un estruendo de jarras volcadas y cuerpos moviéndose. Hans, absorto, había dado un paso adelante... justo sobre el pie de alguien.
Un crujido sordo bajo su bota.
Bajó la mirada.
No era una piedra.
Era un pie humano.
Y pertenecía a Viktor "El Rápido", uno de los jinetes ilegales más famosos —y más rencorosos— de la región.
El rostro de Viktor enrojeció de inmediato, una vena hinchándose en su frente como cuerda de barco.
—¡AAAAAAAAAAH! —rugió Viktor, y de un manotazo brutal empujó a Hans en el pecho.
Hans, sorprendido, trastabilló hacia atrás, chocando contra una mesa y volcando un par de jarras antes de recuperar el equilibrio con torpeza, las manos alzadas en señal de paz.
—¡Lo siento, lo siento! ¡Fue un accidente! —balbuceó.
Demasiado tarde. En cuestión de segundos, Dorian, un hombre de voz grave y sonrisa afilada, apareció entre la multitud, evaluando la situación como un buitre ve un ciervo herido.
—Vamos, vamos —dijo con tono conciliador—, llevemos a nuestro campeón a la sala de curas.
Arrastraron a Viktor hasta un cuartucho en el fondo del bar. Allí, bajo la luz parpadeante de las antorchas, los curanderos improvisados le entablillaron el pie mientras el ambiente se tensaba, cargado de murmullos y olor a hierbas rancias.
Hans sudaba frío. Observaba la escena como quien presencia su propia sentencia de muerte.
Viktor, con el rostro crispado, rompió el silencio:
—¿Sabes... quién... soy? —gruñó, la voz rota entre el dolor y la furia.
Hans, en automático:
—¿Un tipo al que le duele el pie?
Una carcajada breve se escapó de un curandero. Dorian reprimió una sonrisa, pero su mirada seguía siendo de cuchillo afilado.
Dorian se acercó a Hans con una sonrisa ladeada, bajando la voz hasta que fue casi un susurro:
—No te reirás tanto cuando sepas cuánto vale la inscripción de la carrera en la que Viktor iba a correr esta noche —dijo, dejando caer las palabras como quien suelta una trampa.
Hans parpadeó, aún sin entender del todo.
Dorian se inclinó un poco más, como si compartiera un secreto sucio:
—Dos...cientas... monedas —susurró, silabeando cada palabra con malicia.
Y por su tono conspirativo, quedaba claro que aquella carrera no era precisamente un evento legal.
Dorian se enderezó, dejando que la gravedad del número flotara en el aire. Luego añadió, esta vez en un tono lo suficientemente alto para que algunos parroquianos curiosos se giraran:
—Hay mucha gente apostando esta noche. Mucha plata en juego.
Se inclinó una vez más hacia Hans, la voz baja y afilada:
—Así que ya puedes ir dejándote de bromas, jovenzuelo. No querrás cargar con la furia de media ciudad si les haces perder su dinero.
Hans tragó saliva. Su mente calculaba rápido y llegaba siempre al mismo resultado: muerte prematura.
El silencio cayó como un hacha.
Dorian sonrió, mostrando apenas los dientes, y murmuró lo suficientemente alto para que Hans lo oyera:
—Claro, jovenzuelo... siempre puedes negarte.
Dio un paso al frente, su sombra cubriendo a Hans.
—Y entonces pasarás de matón a sueldo... a esclavo en las minas de zarcanio del norte de Ávalon.
Sus palabras, cargadas de veneno, se deslizaron en el aire como una amenaza vieja y bien practicada. Todos en ese bar sabían lo que significaba acabar en las minas de zarcanio: muerte lenta, encadenado bajo tierra, picando hasta que el cuerpo se rompiera.
Hans tragó saliva de nuevo, más fuerte esta vez.
Antes de que pudiera abrir la boca, Viktor alzó la mano.
—Espera.
Dorian alzó una ceja, curioso. Hans simplemente dejó de respirar.
Viktor, con un brillo retorcido en los ojos, dijo:
—Tal vez haya otra forma.
Hans parpadeó.
—¿Otra forma?
—Sí —gruñó Viktor—. Correrás en mi lugar.
El silencio volvió a caer como un hacha.
Hans tardó en procesarlo.
—¿¡Correr!? ¿¡Yo!?
—Eso mismo —dijo Viktor, su voz ganando fuerza—. Corre en mi lugar. Gana. Te quedarás con el cofre de monedas... después de descontar las doscientas monedas que me debes, claro.
Hans sintió las piernas flojas. Miró a Dorian, que sonreía como un gato frente a un ratón atrapado.
—No sé montar a caballo... —balbuceó.
Viktor se encogió de hombros.
—Solo necesitas no caerte.
Solo eso. Fácil. Como si no fueran a intentar sacarlo del caballo a patadas, a lanzarle piedras, a empujarlo al barro.
Un sudor helado le recorrió la espalda. Las piernas ya le temblaban, como si la carrera hubiese empezado en su interior.
Se mordió el labio.
Editado: 01.05.2025