Las (no Tan Heroicas) Aventuras de Hans

Capítulo 2: Galope hacia el Desastre

El bar estaba abarrotado. El aire olía a cerveza rancia, sudor y apuestas perdidas. La Gran Carrera del Duque estaba a punto de comenzar, y todos se agolpaban para asegurar un buen puesto, una apuesta favorable o, en el caso de Hans, la posibilidad de conseguir una buena comida sin pagarla.

—¡Adelante, apúrense! —vociferó el tabernero, intentando hacer espacio en el caótico mostrador.

Hans esperaba en la cola, absorto en sus pensamientos, cuando de repente la vio: una mujer de cabellos oscuros y ojos afilados, con una postura elegante y desafiante, que bebía de su jarra sin prestar atención al bullicio. Su mirada despertó en Hans una extraña fascinación: ¿sería acaso una noble disfrazada de humilde, una ladrona astuta o simplemente alguien cuya porte superaba con creces el de los demás parroquianos?

—Bonita, ¿eh? —murmuró un tipo a su lado, dándole un codazo.

Hans apenas reaccionó, perdido en su propio ensueño.

—Dicen que puede destripar a un hombre en menos de cinco segundos —añadió el compañero con tono burlón—. ¿Me escuchas?

Pero Hans no prestó atención. Lo único que logró captar fue el grito desgarrador de un hombre, seguido de un estruendo: sin darse cuenta, Hans había dado un paso adelante, apoyando todo su peso en el pie de un desconocido.

El problema radicaba en que Hans, de complexión robusta, parecía llevar consigo el peso de un toro bien alimentado; y, para empeorar la situación, ese pie pertenecía a un corredor ilegal de renombre: Viktor "El Rápido", uno de los jinetes más famosos y tramposos de las carreras clandestinas.

Hans sintió algo moverse bajo su bota y, al levantar la vista con horror, descubrió un pie ajeno aplastado.

—¿Eh? —exclamó, mientras la realidad se abría ante sus ojos.

Viktor, con la cara enrojecida por el dolor y la furia, tenía los ojos inyectados en sangre y las venas del cuello hinchadas, semejantes a cuerdas de un barco en alta mar.

—¡AAAAAAAAAH! —gritó, mientras Hans, de inmediato, levantaba el pie.

—¡Lo siento, lo siento, fue sin querer! —se apresuró a decir Hans.

Ante la gravedad del golpe, Dorian tomó la iniciativa. Con rapidez, ayudó a Hans a trasladar a Viktor a una sala de curas del establecimiento, un pequeño aposento en el fondo del bar. Allí, curanderos aplicaron los remedios de la época: le colocaron una tablilla para inmovilizar el pie y ordenaron un reposo estricto, mientras el ambiente se impregnaba de un tenso silencio interrumpido solo por el chasquido de las antorchas.

Fue en esa sala, entre susurros de remedios y el sonido sordo de gotas cayendo, donde Viktor, aún adolorido, rompió el silencio:

—¿Sabes... quién... soy? —gruñó con voz entrecortada, intentando recomponer la compostura.

Hans, con la culpa y el desconcierto marcados en el rostro, apenas pudo responder:

—Ehm... ¿un tipo al que le duele el pie?

Los murmullos se hicieron eco en la habitación. Dorian, ya presente entre ellos y apoyado en la barra improvisada, se adelantó con voz grave y burlona:

—Viktor, amigo, dime que no vas a dejar que un grandulón sin cerebro te humille de esta manera...

Con la mirada aún fija en Hans y el dolor reflejado en sus ojos, Viktor, entre sollozos y gemidos, murmuró:

—Voy... a romperle la cara.

Hans levantó las manos en señal de paz.

—¡Oye, oye, oye! Fue un accidente. No quiero problemas, de verdad.

Fue entonces cuando Dorian, esbozando una sonrisa astuta pero con tono amenazante, propuso:

—Hagamos esto interesante. Viktor necesita desquitarse, y tú, grandulón, tienes una deuda pendiente.

—¿Qué? —exclamó Hans—. ¡No le debes nada!

—No, en realidad, se trata de la entrada a la carrera ilegal de esta noche —dijo Dorian, endureciendo su voz—. La inscripción cuesta doscientas monedas, y si no tienes la plata, tendrás que trabajar para mí. Créeme, grandulón, si te resistes, no dudaré en tomar la justicia por mi mano.

Hans tragó saliva, consciente de la encrucijada que se abría ante él. Tenía dos opciones claras:

Trabajar como matón para Dorian, lo que probablemente lo llevaría a una tumba antes de que transcurriera la semana.Pagar las doscientas monedas de inscripción a la carrera ilegal, una suma que no poseía ni en sus sueños más ambiciosos.

Antes de que pudiera articular su respuesta, Viktor, aún gimiendo, alzó la mano con un gesto de pausa.

—Espera.

Dorian arqueó una ceja, y con la cara aún roja, Viktor tomó un respiro profundo y fijó su mirada en Hans, cuyos ojos reflejaban una mezcla de temor y desafío.

—Tal vez haya otra forma de resolver esto —dijo, dejando entrever una chispa de ingenio en su voz.

Hans frunció el ceño.

—¿Otra forma?

Viktor asintió, y con voz segura declaró:

—Voy a hacerte un trato.

Dorian, cruzando los brazos, se mostró curioso.

—¿Y qué ofreces, Viktor?

Con orgullo, el corredor replicó:

—Sabemos que no puedes pagarme ahora. Pero, ¿y si corres en mi lugar?

Hans se quedó paralizado por un instante.

—¿¡Qué!?

Viktor, apoyado en la mesa a pesar del dolor, continuó:

—Escúchame bien, grandulón. La carrera de esta noche tiene un premio de cuatrocientas monedas de oro. Si participas y ganas, nos lo repartimos y quedamos en paz.

Hans sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor.

—¿Quieres que corra... en una carrera ilegal de alto riesgo, con jinetes que seguramente intentarán matarme?

Viktor se encogió de hombros.

—¿Prefieres trabajar de matón para Dorian?

Hans miró a Dorian, quien le ofrecía una sonrisa de "elige lo que quieras, al final saldrás perdiendo". Luego, con cierto desconcierto, volvió su mirada hacia Viktor.

—No sé montar a caballo.

Viktor sonrió con confianza.

—Solo necesitas mantenerte sobre el corcel y evitar caer de cabeza.

Aunque Hans no estaba seguro de que fuese tan sencillo, la visión de cuatrocientas monedas despertó en su mente imágenes de comida, ropa nueva y la posibilidad de dormir en una posada decente, sin temor a que le robaran los zapatos. Sus ojos brillaron, y, pese a la evidente locura del plan, una idea audaz se formó en su mente.



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Editado: 28.02.2025

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