Las (no Tan Heroicas) Aventuras de Hans

Capítulo 4: Oro, Traición y Caos

La euforia del veredicto aún vibraba en el aire cuando llegó el momento de revelar el premio. El destino, sin embargo, parecía tener un humor cruel. Tras proclamar la victoria de Hans, los magistrados trasladaron al centro del recinto un imponente cofre de roble, labrado con heráldicas gastadas y adornado con relieves de gestas antiguas. La multitud se reunió en torno a aquel símbolo de fortuna, conteniendo el aliento en una quietud casi sagrada. Las luces tenues del crepúsculo se fundieron con la expectación de un destino inminente.

Con una solemnidad inquebrantable, el juez avanzó hacia el cofre. Con movimientos medidos, levantó la tapa y, para asombro de todos, en lugar del resplandor prometido por monedas y gemas, el interior mostró un vacío inmutable, un abismo de nada. Por un instante, el silencio se tornó sepulcral. La incredulidad se esparció como un eco entre la multitud.

Las voces se elevaron. La gente, incapaz de comprender la escena, gritaba "¡Estafa!" y cuestionaba la veracidad de las palabras del juez. Fue entonces cuando un hombre emergió del gentío con una confianza inquietante. Alto, de mirada astuta y sonrisa ladeada, se hacía llamar Leontius. Vestía con una elegancia que desentonaba con el resto y, con un tono persuasivo, alzó la voz para captar la atención de todos.

Antes de actuar, Leontius se tomó un instante para observar a la multitud. La vio no como un conjunto de personas, sino como un lago de gasolina listo para arder, necesitando apenas una chispa para estallar. Sonrió ligeramente, midiendo cada palabra que pronunciaría a continuación.

—¡Piénsenlo bien! —rugió Leontius, gesticulando teatralmente—. Primero, Viktor, el favorito, no corre. Y en su lugar, corre este patán suertudo —señaló a Hans con desdén—. La gente apuesta fortunas, pierde todo su dinero... ¡y de pronto el oro desaparece como por arte de magia! ¿De verdad creen que es casualidad? ¡Nos han tomado el pelo!

Su retórica inflamó a los presentes, haciendo que la hostilidad hacia Hans aumentara aún más.
De repente, Leontius tomó un vaso de una mesa cercana y, tras una breve pausa, lo lanzó con fuerza.
La copa giró en el aire y se estrelló contra el suelo frente a Hans, salpicando su rostro con el líquido que contenía.
Un murmullo se extendió entre la multitud, que ahora veía en Hans y en Ignacio los rostros de la traición.

"¿Dónde están los custodios del oro?", gritó un anciano con voz temblorosa.
Otro aldeano señaló con indignación a los guardias que, confundidos, miraban en todas direcciones, sabiendo en el fondo que habían estado distraídos durante el festejo... y quizá también entretenidos por la atención de alguna dama demasiado persuasiva.
"¡Ellos debían protegerlo!", exclamó otro, y las dudas se multiplicaron hasta que el ambiente festivo se tornó hostil.
"¡Hans estaba demasiado tranquilo!", murmuró una mujer entre la multitud.
"¿Cómo pudo ganar sin siquiera darse cuenta?"
"¡Es imposible que no supiera nada!", añadió un hombre con el ceño fruncido, señalándolo con un dedo acusador.

La multitud reaccionó de formas diversas.
Algunos gritaban enfurecidos, exigiendo explicaciones.
Otros, dominados por el miedo, buscaban una salida del tumulto.
Unos comerciantes intentaban proteger sus puestos, mientras otros se sumaban a la creciente turba que reclamaba justicia.
Un grupo de jóvenes, entusiasmados por el caos, aprovechaba para saquear las carretas desatendidas, mientras los ancianos se aferraban a la esperanza de que alguien pusiera orden.
El clamor general se convirtió en un rugido ensordecedor, cargado de acusaciones y amenazas.

Pronto, muchos acusaron a Hans de ser cómplice y traidor, culpándolo de haber permitido el robo. La tensión creció abruptamente y, en un abrir y cerrar de ojos, estalló una batalla campal.

La pelea se desató en un frenesí de empujones y golpes. Hans miró a Ignacio, pero su compañero no perdió tiempo en intentar calmar la situación. Sin mediar palabras, bramó:

—¡Si queréis respuestas, pegadles a los que robaron, no a mí!

Mientras los golpes y empujones se multiplicaban, Hans sintió la sangre arder en su pecho. Su mente se inundó de preguntas desesperadas:
¿Y mi oro? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Seguirán pensando que les debo dinero o considerarán que la deuda queda saldada? ¿Y qué será de Dorian y de Viktor?

Ignacio derribó a un hombre con un derechazo mientras el desorden se acrecentaba. Hans, intentando retroceder, fue rodeado por dos agresores.

—¡Tú estabas en la carrera, bastardo! ¡Seguro que esto es cosa tuya! —gruñó uno.

—¡Os haré pagar lo que me habéis hecho perder! —exclamó otro, elevando la hostilidad.

Hans se defendió instintivamente.
Asestó un cabezazo y empujó a su atacante, sintiendo la sangre arder en su pecho.

Entre empujones, un hombre corpulento de rostro curtido y mirada oscura se interpuso.

—¿Creíais que saldríais sin consecuencias? —escupió, blandiendo una daga.

Hans apenas tuvo tiempo de reaccionar. Esquivó el ataque y pateó al agresor en la espinilla con fuerza.
El impacto hizo que el hombre soltara un alarido de dolor, encorvándose mientras intentaba recuperar el equilibrio.
Su rostro se torció en una mueca de furia y frustración, tambaleándose mientras se sujetaba la pierna herida, pero con la rabia chispeando en sus ojos, se preparó para devolver el golpe.

Hans no lo dudó: saltó por encima de una mesa volcada y se lanzó hacia las densas espesuras del bosque.
Mientras corría, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, pesadas y frías, convirtiendo la tierra en un lodazal traicionero.

Mientras huía, el estruendo de los matones se fusionaba con el eco del desorden. Sin detenerse, Hans se internó entre los árboles y, al llegar al pozo, encontró refugio entre unos densos arbustos. Allí, tomando un breve respiro, esperó a que los matones se acercaran. En el momento oportuno, tomó una piedra y la lanzó en dirección contraria, simulando el ruido de una huida.
Los agresores, cegados por la ira, continuaron tras el estruendo sin detenerse a pensar que se trataba de una treta.



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Editado: 01.05.2025

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