La montaña quedaba atrás y el terreno empezaba a suavizarse. Al principio, los árboles eran escasos, pero pronto comenzaron a multiplicarse hasta formar un bosque imponente. No era un bosque cualquiera. Era viejo. Antiguo. Como si el tiempo mismo hubiera crecido entre sus raíces.
Los troncos eran tan anchos como columnas de templo. La corteza, rugosa y cubierta de líquenes, parecía haber sobrevivido a siglos de historia. Las copas formaban una bóveda natural que apenas dejaba pasar la luz. El aire era más denso, más húmedo, y algo en el ambiente obligaba a andar con respeto.
Hans caminaba en silencio, mascando el último trozo de pan. Miraba a los árboles como quien pisa suelo sagrado. No sentía miedo, pero sí esa incomodidad leve que solo se despierta en lugares que parecen estar vivos.
Desde una pequeña elevación, justo antes de adentrarse del todo, alcanzó a ver Avalon a lo lejos. Difusa entre la bruma, su silueta apenas se adivinaba entre las colinas. Aquella vista le provocó una punzada extraña, como si ya hubiera estado allí... aunque no pudiera recordar cuándo.
Lysandra, unos pasos por delante, también se detuvo. Observó el horizonte un instante, luego siguió andando sin decir palabra.
Caminaron en silencio un buen rato. Tras cruzar una zona de helechos altos y árboles torcidos, Lysandra se detuvo. El camino se bifurcaba. Uno seguía hacia el este, amplio y transitado. El otro, apenas visible, se internaba entre la maleza, hacia una vaguada cubierta de musgo y raíces.
—Aquí es —dijo ella, sin girarse.
Hans arqueó una ceja.
—¿Aquí es qué?
Lysandra lo miró de lado. Luego señaló el sendero más cerrado.
—La tarea. Está ahí.
Hans entrecerró los ojos.
—¿Y qué clase de tarea te hace venir sola hasta un bosque que parece más viejo que el continente?
—Voy a entrar sola. No tardaré. Si cuando vuelva estás dispuesto a ayudarme a transportarlo... te recompensaré.
—¿Eso es todo? ¿Ni una advertencia? ¿No hay nada con colmillos, ni tentáculos, ni ojos que brillan en la oscuridad?
Ella esbozó una sonrisa que apenas fue un gesto.
—Nada que no puedas ignorar. Pero no te alejes del claro.
Hans suspiró. Quería respuestas. Pero ya conocía el juego: ella hablaba lo justo, él fingía que no le importaba.
—De acuerdo. Te ayudaré. Supongo que para eso vine.
Lysandra asintió. Dio media vuelta y desapareció entre los árboles. Hans la observó hasta que la espesura se la tragó por completo.
Y entonces, el bosque calló.
Un silencio denso, extraño. Ni pájaros. Ni insectos. Ni viento. Solo una quietud pesada, como si algo contuviera la respiración.
Hans se sentó sobre una roca cubierta de musgo. El aire olía a humedad, a madera, a cosas demasiado viejas como para tener nombre. Cerró los ojos. Por un momento, el bosque pareció respirar con él.
Y justo cuando comenzó a relajarse... algo cambió.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba solo.
Tres figuras se alzaban a pocos metros. Una de ellas, encadenada.
El primero era un orco enorme, piel verdosa, cuerpo ancho como un roble. Sujetaba una cadena de hierro que arrastraba a una criatura alta y delgada, con piel cuarteada como piedra viva. Su rostro sin expresión parecía esculpido. El tercero era un goblin de orejas largas, ojos inquietos y cuchillo oxidado en mano.
Hans se puso de pie, manos alzadas.
—¿Es vuestro amigo? —preguntó, señalando al encadenado.
El goblin rió por lo bajo.
—No. Estaba perdido. Dice que quiere volver a casa.
—¿Y pensáis vendérselo a alguien?
—Claro. Piedra viva. No se ve todos los días. Seguro que en Avalon alguien paga. Si no... bueno, también se puede trocear.
El ser de piedra alzó la vista. Su voz era lenta, áspera.
—Quiero... volver.
Hans sintió algo revolverse en el estómago. No era compasión. Era esa molestia que se te clava cuando ves algo mal y no puedes apartar la mirada.
—¿Y qué hacéis por esta parte del bosque?
—Buscando suerte —gruñó el orco—. Y vendiendo lo que encontremos.
—Tú también pareces perdido —añadió el goblin—. Ten cuidado. Hay cosas que no valen nada... hasta que alguien las quiere.
Hans no respondió. Solo los vio alejarse.
Pero algo dentro de él no se movió con ellos.
Se levantó despacio.
—A la mierda —murmuró.
Entonces el bosque reaccionó.
Una rama gruesa se alzó del suelo y se enroscó alrededor de la pierna del orco. El bruto rugió, tambaleándose.
El goblin giró justo a tiempo para ver a Hans avanzar, espada en mano.
—¡Eh! —gritó, sacando su cuchillo.
Pero un puñado de ramas secas cayó desde lo alto, cegándolo.
Hans no dudó. En un movimiento limpio, directo, le hundió la espada en la garganta. El goblin emitió un sonido húmedo y cayó.
El orco se liberó de la rama y rugió. Levantó su hacha. Iba a lanzarse sobre Hans...
Pero el ser de piedra, aún encadenado, tiró con fuerza. El orco tropezó. Cayo de rodillas.
Hans se lanzó. Esquivó un manotazo y hundió la espada en su costado.
El orco gruñó, sangrando. Cayó de lado, resollando.
—Morvath... reinará... sobre la oscuridad —escupió, antes de perder la conciencia.
Hans retrocedió, temblando.
Se acercó al orco, buscó entre sus cosas y sacó un manojo de llaves. Caminó hasta el ser de piedra y liberó los grilletes.
—¿Por qué ibas encadenado? —preguntó.
—He despertado hace poco. Debo volver a casa.
—¿Dónde está eso?
El ser no respondió. Solo levantó la mano al pecho, cerró los ojos, y susurró:
Elarien thalos, ven'quira sylva,
Nol'therien, vasha míra.
Thalan'dor echira'nar,
Velnasir luneth, aethil dar.
—"Espíritu del bosque, despierta en calma,
Escucha el canto, siente el alma.
Raíces antiguas que duermen en paz,
Despierten al sol, regresen en paz."
—¿Qué significa eso?
Editado: 01.05.2025