Allá a lo lejos, en la frontera, al cruzar el río furioso y serpenteante que descendía de las montañas, comenzaban el desierto y también los problemas. Al menos eso me habían hecho creer desde que era una niña; y, además, tenía un nombre: Darowan.
Gremland era un gran fragmento de tierra firme rodeado por cuatro océanos, un único continente con un perímetro más o menos hexagonal y bastante peculiar en cuanto a su topografía. Era verde y fértil, lleno de vitalidad y abundante naturaleza por dondequiera que se le mirara en el extremo sur, donde existía un reino de nombre Veronan. Numerosos soldados montados sobre hábiles criaturas, llamados expedicionarios, se encargaban de recorrer por órdenes de mi padre extensas llanuras a lo largo del reino y también de vigilar a las fuerzas del otro extremo, las del reinado del norte, las cuales se componían de tierras áridas y desprovistas de riqueza vegetal.
Veronan tenía el privilegio de considerarse un reino próspero y generoso, habitado por elfos pacíficos y trabajadores; todo lo contrario de Darowan, de cuyos elfos no se oía nada más que su aprecio por la guerra y su carácter hostil. Ambas tierras no sólo se encontraban diferenciadas por la composición del terreno y sus características tan particulares, sino también por una rivalidad que no hacía más que generar cada vez más discordia entre sus habitantes.
En cuanto a su fauna, en el reino de Veronan se logró domesticar animales que resultaron útiles y beneficiosos para los elfos de esa comunidad, se les destinaron tareas tales como ni más ni menos que la construcción de casas; mientras que en Darowan, sólo se enorgullecían de la posesión de animales salvajes y feroces: con prominentes colmillos, cuernos gigantes capaces de embestir estructuras de gran porte y alas afiladas con las que cortar el aire o a sus enemigos, todas esas criaturas estaban destinadas a la preparación para una posible guerra.
Sin embargo, a pesar de todas sus diferencias, ambos reinos no podrían existir sin la presencia del otro. Su regla principal establecía por común acuerdo que sus habitantes no debían pisar el terreno contrario, pero sí, comerciar productos. ¿Qué podría necesitar Veronan si disponía de todo lo que le proporcionaba la naturaleza? Avances tecnológicos y metales que sólo la tierra de Darowan podía proveer.
De todo eso y mucho más he escuchado a mis diecisiete años de vida de parte de Shaa, una mujer muy sabia y noble que ha acompañado durante generaciones a la familia Spencaster. Desde mi niñez, me ha asegurado que además de ser especial e importante para el reino por ser hija de reyes, seré capaz de desarrollar un talento especial que acompaña a cada uno de los pertenecientes al linaje Spencaster.
Mi nombre es Nyëmura y soy la princesa del reino de Veronan, hija del rey Dranciel y de la fallecida reina Mara, y aunque crean que mi vida es demasiado fascinante por portar un título tan noble como ese, se equivocan. A partir de aquí comienza esta historia y cómo puedo demostrar que una simple princesa puede tener el enorme poder para cambiar su rumbo y proteger el destino de quienes más ama.