Las excursiones hacia la mítica fuente de Círceleb se habían vuelto bastante frecuentes. Y para ello, debíamos atravesar cada día el pueblo. Allí, los ciudadanos de Veronan no sólo me sonreían y me saludaban con mayor frecuencia, sino que también me dedicaban reverencias.
Sin embargo, me inquietaba sobremanera cuando algunas ancianitas acudían y se postraban ante mí de rodillas. Con mucha prisa me les acercaba y tomaba sus manos laboriosas y trabajadoras entre las mías para ayudarlas a levantarse. Ellas simplemente sonreían y me agradecían, confiaban con fervor en que conduciría al reino por un buen camino. Por mi parte, no dejaba de inquietarme y preguntarme por qué tanta formalidad. ¿Acaso yo no era una elfa más? Pero sin dudas, nunca podría ser una elfa común y corriente. Para todos ellos siempre sería la princesa.
Un mañana en mi cuarto, reflexioné por largos minutos acerca de esto. Recuerdo que me vi al espejo mientras cepillaba las puntas de mi larga cabellera dorada. ¿Qué podría tener de diferente? ¿Se trataría de la diadema sobre mi cabeza? Era un delicado adorno de oro que representaba que era la heredera de un linaje especial: el Spencaster. Fue un obsequio elaborado exclusivamente para mí desde el día en que se supo que venía a este mundo. Le asentí a mi reflejo reiteradas veces. ¡Quizás esa debía ser la razón! Pero, aun así, no podía retirarla de mi cabeza... Sería como negar mi propio origen, mi procedencia. Y no podía estar más orgullosa de lo que era y de mi familia.
Cuando regresaba de los largos paseos y de las visitas a la diosa Círceleb, caía exhausta sobre la cama. Era un recorrido bastante agotador, pero al tiempo comencé a acostumbrarme. Era mucho mejor salir que permanecer aburrida en el encierro que constituía mi habitación. Ni siquiera la pintura había logrado distraerme tanto como estas inesperadas aventuras. ¡Mis pinturas! No había vuelto a retocar ninguno de mis lienzos... ¡Los había olvidado por completo! Sin embargo, no me arrepentía. Ahora que tenía otras ocupaciones, sólo tendría que organizar bien mis tiempos y estaba segura de que pronto podría lograrlo.
Por un breve período, había culpado a la caminata del intenso agotamiento físico, pero sin dudas era algo más. Pronto llegué a la conclusión de que se trataba de la meditación frente a nuestra diosa. Esa actividad requería de un estado de profunda concentración y de relajación de todos los sentidos al mismo tiempo. Aunque al principio me costara relajarme, percibir la naturaleza a mi alrededor me proporcionaba mucha paz; podía escuchar el canto de animales voladores lejanos, las hojas mecidas por el viento, la suave brisa fresca en comparación con el calor leve del sol sobre mi cara, además del fuerte perfume que desprendían algunas flores. Los párpados casi siempre se me cerraban y conectaba con una especie de energía. Quizá fuera la misma que regía al completo universo. Nunca dejaba de sentirme tan tranquila y relajada...
—¡Nyëmura! ¡Nyëmura! —alguien pronunciaba mi nombre con desesperación. Luego, unas manos me zarandeaban, aunque con delicadeza—. ¡Despierta!
Abrí los ojos. Mi vista estaba nublada, pero poco a poco me reconocí en la selva con los demás sentidos. ¿Me había caído? No hallaba razón para que estuviera acostada sobre el suelo. La punta filosa de algunos pastos me hincaba los brazos. Intenté incorporarme reconociendo al instante a Shaa a mi lado. Se hallaba arrodillada y algunos mechones canosos escapaban de su elegante moño alto.
—¡Me diste un susto de muerte! —exclamó alterada.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho? No recuerdo nada.
—Entraste en una especie de trance.
—¿Un trance? —repetí pausadamente.
—Y luego te dormiste.
—¿Cómo es posible? —susurré más para mí misma.
—Nyëmura —me llamó Shaa. Había puesto las manos sobre mis hombros. Sus ojos brillaban de emoción—. Falta poco. Estoy segura de que pronto manifestarás tu poder.
—Eso es imposible —chasqueé la lengua y ella me miró feo—. Siento que tan sólo me dormí —afirmé y luego bostecé.
—¿Cómo puedes decir eso? —me regañó—. He acompañado a los Spencaster por tres generaciones comenzando por tu abuela. He observado, y mucho. Así que puedo afirmar con certeza de que tú pronto lo lograrás —dijo orgullosa de sí misma.
—¿Y cómo sabes tú tanto de los poderes? —indagué con mucha curiosidad.
—Bueno, es una larga historia...
—Adelante. Todavía tenemos tiempo —la animé fijándome en el horizonte.
—Yo —comenzó diciendo—, era una simple curandera que vivía en el pueblo, curaba heridas y preparaba brebajes, hasta que un día vinieron por mí del castillo. La princesa Feudis era una joven de casi mi misma edad y estaba enferma. La alivié de sus síntomas con preparados a base de hierbas. Con el tiempo, nos volvimos buenas amigas. Hasta que un día me comentó de unos extraños sucesos que la atormentaban. La pobrecilla enfermaba continuamente porque no podía dominar sus trances. Así que me presenté con valor frente a su familia dispuesta a ayudarla con su problema. Ella aprendió su poder y, en agradecimiento, me ofreció un lugar en el castillo, donde nunca más volvería a pasar hambre ni necesidades. Y así, comencé a educar a tu familia con los poderes.
—O sea que, ¿por eso crees que me falta tan poco?
—Ay, niña, que eres igual de testaruda que Dranciel o quizá más —se quejó—. Él también se rehusaba a creer en la magia.
—¿Él también? ¿Y entonces cómo pudo manifestar su poder si no creía en la magia? —cuestioné cruzándome de brazos.
—Porque se enamoró de tu madre, en realidad, ambos se enamoraron y eso fue suficiente para que se forjara un vínculo muy poderoso entre ellos. ¿Te gustaría saber cómo vino Dranciel a contarme de sus poderes? —preguntó a continuación con una sonrisa.
—Hmmm —murmuré haciéndome la desinteresada, pero lo cierto era que quería oírlo cuanto antes—. Lo pensaré.