Las princesas de Gremland

Capítulo 7

El salón de conferencias del castillo se había convertido en una silenciosa habitación en la que tan sólo mi única presencia era la que prevalecía. Los elfos reunidos hasta hacía sólo un instante se habían marchado, incluido mi padre.

Repasé mentalmente los últimos hechos que hubieron acontecido y que, de una u otra manera, me implicaban. Ahora tenía una nueva responsabilidad y debía llevarla a cabo con entero compromiso, debido a que Iornas, el pintor, tenía su salud bastante comprometida.

Cuando por fin me decidí a salir al pasillo, escuché voces desde afuera.

—¿Qué crees que estará haciendo? ¿Por qué se tarda tanto? —preguntó una elfa.

—No lo sé —susurró otro elfo en respuesta—. Pero creo que ahí viene —mencionó a lo que no pude evitar rodar los ojos.

Puse una de mis manos en el marco de la gran puerta y miré hacia ambos lados del pasillo. El elfo no era otro más que Thasel, el expedicionario, acompañado de la elfa que tuvo una marcada intervención durante el debate. Al verme espiarlos, ella le golpeó el brazo y se acercaron.

—Princesa, ¿qué hacía usted sola allí adentro? Estábamos esperándola —dijo Thasel.

—Y desde hace incontables minutos... —agregó la elfa con molestia.

—Lo lamento, pero estaba meditando acerca de mi nueva responsabilidad.

—Usted no se preocupe. Confiamos en sus capacidades —aseguró el expedicionario. Luego, miró a su compañera y habló—: Milady, déjeme presentarle a Sileth. Ella también es una expedicionaria y es la segunda a cargo.

Observé su armadura de similares características donde algunas de las partes metalizadas brillaban a la luz de las velas del pasillo. Ambos se desplazaban de manera ágil y con mucha soltura. ¿Serían tan livianas como aparentaban?

Sileth, aun cargando varios pergaminos de diferentes tamaños, se arrodilló al frente mío e inclinó su cabeza durante unos segundos. Después, se paró y me miró.

—A tus órdenes.

—¡Sileth! —la reprendió su compañero sujetándola sin previo aviso del codo. Ella se soltó de inmediato y luego ambos se miraron de frente. Había desafío en sus miradas como si en cualquier momento algo inesperado pudiera ocurrir—. Deberías tener más respeto porque es la princesa —añadió con énfasis—. No deberías tutearla.

—Calma, por favor... —les pedí a ambos con fingida tranquilidad, pero lo cierto era que contenía la carcajada que quería escapar de mi garganta. La situación se me hacía bastante cómica ya que los dos asentían sin dirigirme la mirada y apretaban firmemente sus puños. Estos dos estaban a punto de darse una paliza—. Al contrario, quisiera que los demás no se dirigieran hacia mí con tanto protocolo. Me agrada que me traten como a una más de los suyos.

—Bueno, princesa —dijo Thasel recobrando la compostura y centrando su atención de nuevo en mí—, nos veremos más tarde. Sileth —pidió luego con expresión severa—, ayuda a la princesa y avísame cuando los mapas estén terminados.

Una vez dicho esto, él se marchó deprisa y con el sonido de sus botas resonando por el pasillo hasta que desapareció. Se produjo un inquietante silencio y la expedicionaria todavía se encontraba roja de la ira mirando hacia aquella dirección.

—¿Quién se cree para darme órdenes? —rezongó Sileth. Luego ajustó algunas piezas de su armadura y soltó un bufido.

Después se encontró con mi mirada expectante y mi sonrisa burlona.

—Y bien, niña. ¿Qué tanto miras?

—Pues... —me hice la distraída—, quisiera saber, ¿cómo ilustraré esos mapas?

—Donde quieras y como quieras, pero date prisa, que estos rollos no son tan livianos como crees —hizo referencia al montón de pergaminos que cargaba bajo el brazo.

—Ya sé. Vamos al despacho de mi padre.

—En marcha, entonces.

Ella me siguió hasta dicho espacio de trabajo. Cuando abrí la puerta, contuve un jadeo de asombro y me quedé paralizada al lado de la puerta. Mi caballete de pinturas había sido bajado desde mi habitación y estaba ubicado justo al lado de la ventana junto con todos mis pinceles.

—Eh, niña, ¿dónde coloco esto? —preguntó Sileth sacándome de mi ensimismamiento.

Regresé a la realidad y le señalé mi escritorio. Los pergaminos fueron depositados en el centro del mueble.

—¿Y los demás? —le consulté.

—¿Quiénes?

—Los demás elfos. ¿No se supone que eran varios?

Sileth sonrió y emitió una risita.

—Niña, esos expedicionarios ya están descansando en sus hogares. Todo lo que tenemos está en los pergaminos y aquí —respondió señalando su cabeza con el dedo índice.

Luego de comenzar la actividad en cuestión, los minutos al lado de Sileth se tornaron muy provechosos. Ella se acostumbró a leerme cada detalle de los pergaminos y a agregar algunos más sobre sus aventuras como expedicionaria. Descubrí que era muy memoriosa y que relataba sus viajes con tanta pasión y entusiasmo que hasta me daban ganas de viajar hasta esos recónditos parajes y vivir la experiencia por mí misma.

Pasado un tiempo, varios pergaminos iban desocupándose del escritorio y, el dibujo previo que había esbozado sobre el lienzo, ahora adquiría bastante color y sentido. Sólo me quedaban unos cuantos retoques...

Acentué el filo alto de las montañas, apliqué bastante color a la vegetación y a las flores, tracé con sutileza el origen y la caída de agua del manantial que nutría al río Sula y me esforcé en diferenciar los elementos que componían a la desértica tierra de Darowan. Alejé el pincel del lienzo y por fin solté un hondo suspiro.

—Increíble... —dijo Sileth a mi lado.

No me había dado cuenta de que ella aún permanecía en el despacho. Inspeccioné la pintura acabada parpadeando varias veces. Me había dejado llevar por la inspiración y por la más grande de todas mis aficiones, tanto que a veces las horas fluían veloces.

—Es hermoso lo que has hecho, niña.

—Gracias.




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