Las princesas de Gremland

Capítulo 12

Regresaba cabizbaja al castillo y pensaba que todas las relaciones que tenía con mis más allegados se estaban deteriorando. Mamá, por primera vez, estaba de parte de papá, y Draksael, sólo se concentraba en entrenar y entrenar. Sólo que, por alguna razón, la que más me dolía era mi amistad con Taiel. Hacía tiempo que lo notaba distante conmigo y no encontraba una razón para que él así lo estuviera.

Cuando llegué hasta cerca del centro del pueblo, un montón de elfos se congregaban frente al castillo. Lucían realmente enfadados y se les veía protestar en contra de mi padre. Sus voces se hacían escuchar al igual que su crítica hacia la política que llevaba adelante el rey. La cabeza me dio vueltas y temí perder el equilibrio ya que me aterraban las multitudes y los fuertes gritos, así que di marcha atrás y me dirigí al castillo por una entrada alternativa.

Me iba tranquilizando mientras llegaba al gran salón, pero luego oí unas voces algo elevadas provenir del despacho de mi padre y de la puerta entreabierta, lo cual me hizo sentir curiosidad. No pude resistirlo y me acerqué para espiar un poco. Como había supuesto, él renegaba de los ciudadanos de Darowan.

—¿Qué es esto, Eresso? —escuché a mi madre.

—Los elfos están protestando en el centro del pueblo en mi contra. ¿Puedes creerlo?

—¡Por Lolmeriol!

—Exigen medidas drásticas y que tome cartas en el asunto.

—Eresso, sabes que los conflictos deben tratarse con diplomacia y que una guerra no conducirá a absolutamente nada bueno. ¿A qué se debe el incremento?

—Se vierte accidentalmente plomo en Veronan.

—Creí que lo tenías controlado.

—Yo también.

—Si los alimentos de Veronan llegaran a contaminarse...

—Te aseguro que Veronan nos los enviará contaminados.

—Ya estás acusando demasiado a Veronan —indicó mi madre con aflicción.

—Tranquila, Riel. Voy a tratar de arreglar esta situación cuanto antes.

—Espero hagas lo correcto.

No me imaginé que la puerta se abriría de golpe con un potente rechinido y mi padre me pillaría escuchando su conversación. Una mueca de disgusto y un tirón a su barba canosa me indicaron que se había enfadado.

—¡Jovencita! —elevó la voz tomándome del brazo, pero pude zafarme y huir hasta la biblioteca.

Cuando llegué hasta allí con la respiración acelerada, ya supe que no tenía forma de esconderme. Una amplia y elevada estantería de libros hasta casi rozar el techo me impedía el paso.

—¿Qué modales son esos? —me reprendió girándome.

—Padre, yo... sólo quería advertirle que los elfos del pueblo estaban gritando y quejándose de usted.

—¿Cómo te atreves? ¡No mientas! —gritó—. ¿Por qué no se te va esa mala costumbre de oír conversaciones ajenas? —se preguntó tironeándose la barba—. ¡No te conciernen!

—Lo siento mucho, padre —agaché la mirada.

—No puedo creerlo... —negó mirándome despectivamente—. Pero tienes suerte de que haya alguien en este mundo interesado en ti. Tan poco señorita... y con esa fea cicatriz... —sus palabras me dolieron mucho, pero mantuve la mirada fija y obediente en él—. Hay un joven. Aëgel. Médico que sirve al pueblo, de gran fortuna y familia de renombre. Parece haber puesto sus ojos en ti. Ya le di mi permiso para cortejarte y quiere conocerte cuanto antes.

Tragué saliva pesadamente. Padre no se andaba por las ramas y estaba más que dispuesto a la tarea de casarme cuanto antes.

—Espero te comportes con él y estés lista mañana a primera hora. Vendrá para verte. Así que no me defraudes, jovencita. No quiero espectáculos. Y de paso... ve olvidándote de todos estos libros y de este salón. ¿Comprendido? —preguntó autoritario.

—Sí, padre —asentí repetidamente.

Habiendo dicho esto, se retiró de la biblioteca y me quedé absolutamente sola. La habitación que tanto amaba, ahora me parecía un oscuro y frío encierro que asfixiaba mis posibilidades de futuro. No podía hacer nada contra el destino que me esperaba. Tan sólo aceptarlo y condenarme a ser infeliz por el resto de mi vida.

No sabía cuánto tiempo me había quedado allí sentada, con la cabeza apoyada sobre una mesa, atrapada en una nube de pensamientos, pero en ningún momento mamá se hizo presente ni se apareció por allí para consolarme. Me sentía abandonada e indefensa, además de manipulable. Tan maleable como el hierro sometido al calor y a merced de los deseos de un herrero.

Nada iba a lograr si seguía allí pensando así que decidí salir a tomar un poco de aire fresco. La protesta había acabado hacía un buen rato por lo tanto me desenvolvía con mayor soltura sabiendo que ya no corría ningún peligro entre toda esa aglomeración. Caminé a paso lento por el pueblo, deteniéndome de vez en cuando a contemplar el horizonte y a disfrutar de la libertad que aún tenía. Quizá pronto los paseos en solitario no me estarían permitidos. Llegué hasta el puente del río Sula que cruzaba el centro de Darowan. Me aferré a la barandilla y cerré mis ojos. La brisa fresca me proporcionaba paz y me sentí tranquila hasta que alguien me tocó el hombro.

—¡Taiel!

—Lo siento, no quería asustarte —se disculpó—. ¿Cómo estás? Yo lamento el otro día...

—No te preocupes.

—En serio, lo siento —dijo rascándose la nuca—. No era mi intención inmiscuirme en tus asuntos. Es que ando muy preocupado por el estado de salud de mi papá.

—¿Por qué? ¿Qué le sucede?

—Enfermó —respondió con la voz triste.

—No me digas que...

—Sí. Exactamente eso. La enfermedad del cosmos... —afirmó mirando hacia el cauce del río que se desplazaba por debajo del puente.

—Lo lamento tanto —dije y, a continuación, lo abracé.

Actué por puro impulso, pero parecía que él necesitaba ese abrazo tanto como yo. Luego unas lágrimas mojaron mi hombro y allí supe que había hecho lo correcto. Sentí sus pequeños sollozos y no pude evitar que mis ojos también se humedecieran. Pensé que nunca iría a soltarme y tampoco me importaba que lo hiciera. Tenía tanta confianza y me sentía tan bien con él.




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