No me había parecido nada amable el tono con el que se dirigió Aëgel para con Nyëmura. Sobre todo, esa mueca y esa mirada cargada de desprecio, que le era tan familiar emplear en su trato con los criados o hacia los elfos que se encontraban en una posición inferior o de evidente desventaja frente a la nuestra. Tampoco me gustaba la manera autoritaria con la que me dictaba órdenes. Para eso, demasiado tenía con mi padre.
—Hay que apresurarnos —dijo agarrándome con fuerza del brazo.
—Puedo caminar perfectamente por mí misma, señor Aëgel —dije soltándome.
—Pues muévete. Debo estar pronto con tu padre —agregó acomodándose su sombrero.
Seguí sus largas zancadas a paso veloz mientras que entre ambos reinaba un completo silencio. La misma furia e indignación a causa de su trato me daban la rapidez suficiente como para seguirle el ritmo. ¿Cómo se atrevía a hablarme así? ¿Quién se creía que era?
Atravesé la entrada del castillo y luego un par de pasillos más junto a él hasta llegar a la sala donde mis padres acostumbraban a beber su habitual té por las tardes.
—¡Kathrin! ¡Qué deplorable aspecto! —exclamó mi madre indignada.
—¿Qué sucedió, Aëgel? —preguntó mi padre viéndome de arriba abajo.
—Sucedió que su niña... se escapó.
—¿Qué? ¿Cómo? —se sorprendió para luego tironearse la barba—. Jovencita... ¡Estás castigada! —anunció con un grito. A continuación, se elevó de su asiento—. Acompáñame, Aëgel —pidió entonces.
El insoportable de Aëgel me miró una última vez esbozando una sonrisa maliciosa y siguió a mi padre. Realmente no me importaba lo que tuviera para decirle ya que no me interesaba en lo más mínimo. Era plenamente consciente de que estaría castigada por un largo tiempo y que los detalles que agregara en mi defensa no harían sino extender aún más mi condena.
Miré a mi madre y me sentí tremendamente culpable. Había interrumpido su sesión del té. Agaché la mirada ya que no quería continuar viéndola, debido a que hallaría la decepción reflejada en su rostro. Corrí con prisas hacia mi habitación. Llegué a mi cuarto, cerré la puerta y me vi al espejo. Comprobé mi aspecto, donde su elaborado peinado estaba desarreglado, así como también mi vestido. Hasta incluso había manchas de lodo en mi rostro. Tuve que invertir el resto del tiempo en pasar un paño húmedo por mi cara además de reacomodar mi cabello.
¿Mi padre creía que me avergonzaba delante de Aëgel? No era la primera vez que me castigaba estando otros elfos presentes. Hacía mucho tiempo que las travesuras habían dejado de ser una costumbre para mí. Pero, en esta ocasión, estaba convencida de que pasaría mucho más tiempo encerrada en mi habitación. Sin embargo, siempre me las arreglaba para escaparme sin que se diera cuenta hacia la biblioteca y, esta vez, no sería la excepción.
Me dirigí sigilosamente hasta allí, pero en el trayecto, unos golpes retumbantes de acero captaron mi atención. A mitad de camino hacia la biblioteca, volví mi vista hacia el jardín y me quedé estática en mi lugar. Era un duelo implacable entre mi hermano y Taiel. Mientras Draksael cortaba el viento con su acero, Taiel esquivaba o lo empujaba con un escudo.
—¿Qué hacen? —dije bajando las escalinatas—. Se olvidaron que los reprenderán si los ven practicando en el jardín —les advertí enfurruñada.
—Tranquila, hermana... —indicó Draksael deteniéndose y ambos abandonaron sus posturas de combate—. Taiel me está haciendo practicar con el escudo. Lo trajo hoy para mí. Ven, acércate y mira este escudo.
Caminé hacia ellos y, cuando estuve próxima, vi la pieza defensiva que había forjado con sus propias manos y que, aunque no fuera hecha por su padre, quien estaba enfermo, era una obra digna de guerreros. Consistía de una plancha de plata con una minuciosa insignia labrada en el centro, la cual era una llama y, por dentro, tenía un pequeño espacio para introducir el brazo para su sostén. Mis dedos recorrieron los detalles de la llama grabada con una precisión asombrosa.
—A que no es fantástico —apreció Draksael con una voz cargada de admiración.
—Es admirable... —se escapó de mí.
—Sí. Tan sólo hace falta que lo vea mi padre —dijo, y a continuación, se lo llevó corriendo.
Seguí con la vista su camino al mismo tiempo que las luciérnagas me distraían con sus luces titilantes. Pronto el jardín se vio cubierto de su luz resplandeciente y los grillos cantaban a mi alrededor. La noche se había tornado agradable después de la lluvia y el aroma a tierra mojada me resultaba novedoso en una región tan seca como lo era Darowan.
—Lucías muy bonita hoy —dijo Taiel.
Sonreí, ya que era la segunda vez que Taiel elogiaba mi aspecto. Su comentario me hacía sentir femenina, hermosa y muy feliz.
—Quizás era el peinado. O... o quizás era probablemente el vestido.
—No —negó con la cabeza—. Eras tú —dijo acercándose tanto a mí que me sonrojé. Podía ver claramente sus ojos en la oscuridad de la noche, los cuales me parecían tan luminosos como cautivadores. Apenas me podía concentrar con él de pie frente a mí—. Date la vuelta.
—¿Qué? —cuestioné en apenas un hilo de voz.
—Confía en mí —pidió con una sonrisa y le hice caso—. Ahora, cierra los ojos.
Bajé los párpados y respiré lenta y profundamente. Lo siguiente que sentí fue el cálido toque de sus dedos recorriendo mi cuello. Fue una sensación cálida y agradable hasta que colgó algo frío y ligeramente pesado en mi cuello.
—Ábrelos —sentí su aliento en mi nuca.
Abrí los ojos y me di cuenta de que me puso un collar. Con mi mano levanté la medalla y observé que en su centro estaba cincelada una estrella. Era un regalo precioso que le habrá llevado muchas horas de trabajo extra en su taller de herrería.
—No sólo sé construir armas... —dijo poniendo las manos en sus bolsillos.
—Taiel... yo jamás dudaría de tu talento —dije recorriendo con mis dedos el centro de la medalla.