Agarré la falda de mi vestido y subí con prisa las escaleras hasta el despacho de mi padre. Lo había visto alejándose al centro del pueblo, lo cual era muy inusual, ya que no solía ausentarse del castillo además de que muchos elfos estaban fastidiosos con su reinado.
Entonces, aproveché la situación y me escabullí en su despacho. Todo estaba ordenado como él acostumbraba. Numerosos cuadros de paisajes adornaban el complejo, trofeos de oro se encontraban por casi cualquier esquina y alguna que otra cabeza disecada con grandes ojos me observaba desde la pared. Busqué tinta, una pluma y redacté un rápido mensaje para Nyëmura.
Con el paso del tiempo, ambas nos habíamos vuelto muy buenas amigas y confidentes. Gracias a ella, me animé a hacer cosas que antes nunca hubiera imaginado hacer como rechazar a mi prometido y nada menos que enfrente de mi padre. Esto lo había puesto furioso y prometió que nunca más saldría fuera del castillo. Sin embargo, esto no resultó en un gran problema ya que podía comunicarme con Nyëmura. Aunque no pudiera ver más a Taiel.
Estaba tan agradecida y, en menos del tiempo del esperado, el mensaje urgente ya estaba escrito. Puse el escrito en la urna de la gran paloma oscura de mi padre y le di una golosina generosa por el largo recorrido que tendría que realizar. Me aproximé a la ventana y la lancé al aire mientras veía cómo se dirigía hacia su destino que era Veronan. Suspiré y contenta fui a mi habitación.
Caminé por los pasillos sin que ningún criado me viera hasta llegar a mi pieza. Una vez allí, me senté y me vi al espejo. ¿Qué sería de Taiel? Encontré su medalla en el tocador y me la probé. ¿Pensaría en mí? A veces lo extrañaba tanto y estaba más que segura de que esto iba más allá de un simple interés amoroso. Acaricié la medalla mientras me miraba al espejo con la certeza de que esto que había entre nosotros debía ser sin dudas para toda la vida.
Me sobresalté cuando la puerta de mi habitación fue azotada con rabia.
—¿Me puedes explicar qué significa esto? —dijo mi padre apareciendo hecho una furia. En sus manos estaba mi carta destinada para Nyëmura. Debía desconfiar desde un principio de la paloma obediente de mi padre.
—Puedo explicarlo, padre.
—Así que te mensajeas con la hija de Spencaster... —dijo tironeándose la barba—. ¿Cómo has podido traicionarme así? —elevó la voz agitando el mensaje en el aire.
—Es mi amiga. Sólo eso.
—Cumplí con tu capricho de no casarte. Me permití por una vez ser bueno y considerado contigo. ¿Y así me pagas?
No tenía palabras para defenderme y él tan sólo me vio acariciando con nerviosismo la medalla.
—¿Qué tienes ahí?
Él se acercó y la tomó en sus manos.
—Estoy seguro de que ella fue la causante de tu rebeldía... —añadió observándola con detenimiento—. Mira que rechazar a Aëgel... —dijo y luego la arrancó de un tirón de mi cuello—. Tenía mis sospechas... —dijo mirándome fijamente a los ojos—. Sabía que el hijo de Mintos se veía demasiado interesado en ti. Ahora tengo muchos más motivos para alejarlo de tu lado. Para siempre —resolvió tajante.
—¡No, padre! ¡Por favor! —le supliqué.
—Esa niña no va a corromperte más de ahora en adelante. Hablaré con Dranciel. Habrá que darle un escarmiento —dijo soltando una risa oscura y amarga—. Esto no será fácil de perdonar —dijo saliendo de mi pieza.
Un nudo se atoró en mi garganta y las lágrimas no dejaban de descender por mis mejillas. Pronto los sollozos fueron incontenibles debido a que mi padre se encargaba de estropear cada uno de mis planes y tratar de gobernarme como si fuera una pieza más de su juego de ajedrez. No tuve más opción que recostarme sobre la cama a llorar. Acaricié mi cuello sin pensarlo buscando allí la preciada medalla, prueba de la estima y del gran amor de Taiel.