—Mi rey, la cura está lista y es segura —interrumpió uno de los científicos.
El rey Dumintar asintió y recorrió con su mirada a todos los presentes. Luego tomó con dedos temblorosos la muestra de líquido color turquesa contenida en un recipiente de vidrio y se acercó a Taiel. El joven asintió con la mirada enfocada en el rey. Entonces él se perdió con la muestra resguardada entre sus manos como si fuera el tesoro más preciado del mundo y corrió a toda velocidad hacia su humilde hogar.
En el lugar donde yo estaba con mi padre, las dudas se incrementaban a medida que el tiempo pasaba y no había señales del joven. Los científicos todavía debatían en voz alta y en sonoros murmullos acerca de las posibilidades de éxito y error, de las investigaciones acerca del poder curativo que rodeaban al linaje Spencaster y de las dosis adecuadas y listas para administrar a toda la población de elfos. No obstante, en un momento preciso que jamás olvidaré, el mismísimo Mintos se apareció delante de todos apoyado sobre el marco de la puerta. El herrero, padre de Taiel, lucía completamente saludable, como si la enfermedad nunca hubiera estado a punto de consumir sus fuerzas.
Todos los elfos congregados en el lugar se asombraron y boquiabiertos no dejaron de aplaudir y ovacionar su aparición tanto como su recuperación. En el acto, se dispuso la firme medida de comenzar a producir abundantes pócimas para distribuir a la población y así combatir la creciente propagación de la enfermedad.
—Todo esto es gracias a ti, joven princesa —me dijo inesperadamente el rey Dumintar volteándose hacia mí—. Y a ti también, Dranciel —agradeció estrechando con energía la mano de mi padre.
Justo en ese preciso momento, la tierra tembló. Una agitación galopando en mi corazón se apropió de mi ser a la vez que el suelo se movía bajo mis pies. Los gritos de susto resonaron por el lugar y la mayoría trataba de aferrarse a lo más próximo para no caer.
—¡Esto es un terremoto! —gritó mi padre.
—¡Es el volcán! ¡Seguramente entró en erupción! —intervino el rey de Darowan.
Su supuesta existencia era corroborada en aquel preciso momento. Me sentí culpable porque durante bastante tiempo los juzgué y creía que era una nefasta estrategia de Darowan para apropiarse de nuestras tierras. Ahora comprendía cuán equivocados habíamos estado ambos reinos fortaleciendo una disputa que nos separaba aún más con el paso de los siglos.
Casi todo el personal científico y los elfos abandonaron las instalaciones hacia el exterior para dirigir la mirada hacia la montaña más alta que tenía Darowan. El humo negro y espeso emergía con fuerza a la vez que chispas de lava incandescente brotaban como si fueran disparos al cielo y yo temía que pronto la fatalidad ocurriera...
En ese momento, el rey Dumintar no esperó más y determinó que se transportara la cura hacia un lugar completamente seguro y que comenzara a brindársela a todos los enfermos que la requirieran, tanto de Darowan como de Veronan, de inmediato.
Entonces presencié algo que jamás imaginé, ya que mi padre les concedió a los elfos de Darowan que se refugiaran por un tiempo indeterminado en el territorio de Veronan y, aún más me asombré, cuando el rey Dumintar, sumamente preocupado por su gente, aceptó sin reticencias ni confrontaciones.
Desde aquel entonces, la paz colmó a ambos reinos que resolvieron ser unificados hasta el fin de los tiempos. La enfermedad comenzó lentamente a desaparecer. Los casos decrecieron y los elfos llevaban una vida tranquila y pacífica conviviendo en paz como nunca antes se había visto.
La tierra de Darowan, tiempo después de la erupción del volcán, se volvió casi tan fértil y tapizada de verde como Veronan, por lo tanto, ya no era necesario comerciar productos. Ambos territorios se volvieron totalmente autosustentables y capaces de depender absolutamente de sí mismos. Todo conflicto estaba resuelto y hubo desaparecido. Sin embargo, los reconocidos nombres de Veronan y Darowan quedarían para el recuerdo, pues ahora el único territorio recientemente unificado sería mencionado con el único nombre de: Gremland. Como siempre debió haber sido.
Para mi querida amiga Kathrin, comenzaron los días más felices de su vida. El rey Dumintar le permitió casarse con Taiel, ya que al final, lo aceptó como su prometido. Había reconsiderado sus primeras impresiones y con el tiempo había visto en él a un joven competente, honesto y trabajador, capaz de valorar y amar incondicionalmente a su hija.
En la celebración de dicha boda y, para mi incontenible sorpresa, mi gruñona amiga y expedicionaria Sileth, quien su vida se basaba sólo en la aventura y en la adrenalina, debería reconsiderar nuevamente sus planes, ya que Thasel se animó frente a todos a pedirle matrimonio. Mi asombro fue incluso mayor y creció a niveles inimaginables cuando ella aceptó gustosa y sin rechistar.
Y en cuanto a mí, me volví la artista que siempre quise ser. Alternaba mis tareas de princesa en compañía de Shaa y bajo las instrucciones de mi padre junto con la pintura. Honré en cada oportunidad que me era posible a Iornas, el antiguo pintor de mapas, pues la cartografía fue una de las especialidades que más bien se me dio.
Y así, Gremland se convirtió en una tierra próspera, fértil, fructífera, y sobre todo más feliz. Lo que siempre quise que fuera desde que era una niña.