Las rosas doradas

Capítulo 13

En un mundo donde la fortuna no siempre sonríe a todos, es vital que existan almas altruistas dispuestas a tender una mano a los menos favorecidos. Es en estos corazones generosos donde reside la verdadera esperanza de una sociedad justa y compasiva. Sin su espíritu de entrega, muchos quedarían relegados a la sombra del olvido, pero gracias a su bondad, el mundo puede brillar con la luz de la solidaridad y el apoyo mutuo. Que nunca falten aquellos que, movidos por el amor al prójimo, eligen ser la fuerza que eleva a quienes más lo necesitan.

(3 de abril de 1773. Diario de Mary Patel)

La emoción flotaba en el aire de Saint Helen mientras las jóvenes se preparaban para pasar el fin de semana con sus familias. Los pasillos resonaban con risas y susurros de alegría; las chicas no podían esperar a reencontrarse con sus seres queridos.

Maria Pia ajustaba los últimos detalles de su atuendo cuando se escuchó el inconfundible sonido de un carruaje acercándose. Arianna, que estaba con ella, asomó la cabeza por la ventana y sonrió al ver a un hombre alto y elegante bajando del carruaje.

—Es George, tu hermano —dijo Arianna, emocionada.

—Así es —respondió Maria Pia, sonriendo. Su hermano, George Sommers, el conde de Mersey, siempre había sido una figura protectora en su vida, y verlo le llenaba de alegría.

Unos minutos después, Maria Pia y Arianna bajaron las escaleras, y George las recibió con una sonrisa cálida. Tenía los brazos abiertos, donde Maria Pia se refugió.

—¡Hermana! —saludó George, inclinando ligeramente la cabeza—. Estás tan radiante como siempre.

—Gracias, George. Estoy feliz de verte —respondió Maria Pia mientras lo abrazaba. —¿Becca, el bebé? —preguntó por su cuñada y sobrino.

—Están en casa, esperándote con ansias.

Maria Pia abrazó fuerte a su hermano.

A continuación, George tomó la mano de Arianna y le dio un besamanos. Pero debido a la cercanía que tenían sus familias, la abrazó fraternalmente.

—Arianna, serás nuestra invitada de honor este fin de semana.

Arianna sonrió tímidamente, agradecida por la hospitalidad del conde.

—Es momento de irnos —acotó el conde.

Mientras tanto, algunos minutos después, Celine y Kristen esperaban con impaciencia. Kristen acariciaba a Benito, asegurándose de que estuviera cómodo en sus brazos.

—No te preocupes Benito, te prometo que será un fin de semana tranquilo —le susurró Kristen a su querida mascota.

Finalmente, el carruaje del conde de Chafluk se detuvo frente a la entrada de la escuela. Celine y Kristen intercambiaron una mirada emocionada antes de salir al encuentro del conde.

—¡Viktor! —exclamó Celine al ver al pelirrojo bajar del carruaje.

El conde de Chafluk, un hombre apuesto, con una sonrisa genuina y una mirada cálida, las saludó con una amplia sonrisa.

—Mis queridas hermanitas, están más hermosas que nunca —dijo el conde mientras abrazaba a ambas jóvenes—. Y veo que Benito también nos acompañará.

Kristen sonrió, aliviada de que su iguana fuera bienvenida.

—Gracias por venir a buscarnos —añadió Celine —Estamos ansiosas de pasar tiempo contigo, Beatrice y los niños.

El conde rió y asintió con la cabeza.

—Será un fin de semana inolvidable, se los prometo.

Las chicas subieron a los carruajes con mucha emoción, sabiendo que el breve descanso en casa sería un respiro bienvenido antes de retomar su misión en Saint Helen.

✤ ∴ ✤ ∴ ✤

Laudine esperaba junto a la ventana del salón, observando con tristeza cómo sus compañeras eran recogidas por sus familias. Desde su posición privilegiada, vio a Maria Pia ser abrazada con calidez por su hermano, el conde de Mersey. La escena hizo que su corazón se apretara de envidia. ¿Por qué su familia no podía ser así? ¿Por qué siempre había una barrera fría y distante entre ellos?

Sus pensamientos se tornaron más sombríos mientras observaba a Selma despedirse alegremente antes de partir. Selma, siempre con una sonrisa en el rostro, había sido recogida temprano por su madre, quien la había abrazado con tanto afecto que había dejado una sensación amarga en el estómago de Laudine. A medida que pasaba el tiempo, la esperanza de que sus padres aparecieran disminuía con cada minuto.

Finalmente, la señorita Frona apareció en la puerta del salón y se dirigió a ella con una expresión neutra.

—Laudine, han venido por ti —anunció Frona sin emoción, como si supiera de antemano que lo que iba a decir no traería alegría.

Laudine se levantó lentamente, sintiendo una punzada de resignación en su pecho. Sabía lo que vendría. Sabía que no sería su madre ni su padre quienes la recogerían. La confirmación llegó cuando, al bajar las escaleras, vio la figura alta y severa de la señora Judy, el ama de llaves de su casa, esperándola en la entrada.

—Señorita Laudine —saludó la señora Judy con su habitual tono apático, que siempre parecía desprovisto de calidez.

—Gracias por venir —respondió la joven, tratando de esconder la decepción en su voz.




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