Las rosas doradas

Capítulo 18

Cada pequeño gesto de ayuda, cada acto de compasión, no solo alivia las dificultades de aquellos que lo reciben, sino que también deja una marca profunda en sus corazones. Es asombroso observar cómo una acción positiva puede desencadenar una cadena de cambios, creando un efecto benéfico que se multiplica.

(12 de noviembre de 1773. Diario de Mary Patel)

Hacía dos semanas las Rosas Doradas habían comenzado con su gran misión, una tarde el sol se colaba por las ventanas sucias de la casona, iluminando los rostros de las mujeres que, con atención y esfuerzo, seguían las enseñanzas de las 4 jóvenes altruistas. Lady Kellping supervisaba con calma, mientras las jóvenes instruían en la lectura a las mujeres que habían decidido aprender. En una esquina, Maria Pia se encontraba con una joven que parecía sumida en su propio mundo, con la mirada fija en las páginas del libro sin realmente leerlo.

Intrigada, Maria Pia se acercó y se sentó a su lado.

—Hola, ¿te puedo ayudar? —le preguntó suavemente, tratando de romper el hielo.

La joven levantó la vista, revelando unos ojos llenos de tristeza y una belleza delicada, aunque opacada por el sufrimiento.

—No lo sé —respondió con un susurro—. No sé si alguien puede.

—Soy Maria Pia —se presentó con una sonrisa cálida—. Y estoy segura de que algo podemos hacer.

—Me llamo Marla —dijo la joven después de un momento de duda—. Mi vida es complicada.

Maria Pia inclinó la cabeza, mostrando su disposición a escuchar.

—¿Quieres contarme qué pasa? —le preguntó, mostrando un genuino interés.

Marla suspiró y miró hacia la ventana, como buscando fuerzas para hablar.

—Mi tío —empezó, tragando saliva—. Él quiere que trabaje para él. Como… como prostituta. Dice que es la única manera de que pueda mantenerme. No tengo a nadie más. No tengo adónde ir.

Maria Pia sintió una punzada en el corazón al escuchar aquello. Las palabras de Marla eran un grito silencioso de desesperación. Esa joven de cabellos negros, era apenas unos años mayor que ella.

—Eso no va a pasar —dijo con firmeza, tomando la mano de Marla—. Yo te ayudaré. No sé cómo, pero algo se me ocurrirá. No estás sola.

Marla la miró, sorprendida por la seguridad en la voz de la joven aristócrata.

—¿De verdad? —preguntó, casi con incredulidad.

—Por supuesto —respondió Maria Pia, con una sonrisa—. No permitiré que nadie te haga daño. Vamos a encontrar una solución, te lo prometo.

—Muchas gracias señorita.

Marla, por primera vez en mucho tiempo, esbozó una pequeña sonrisa, agradecida por la inesperada esperanza que Maria Pia le había brindado. Mientras tanto, el bullicio de la clase continuaba a su alrededor

✤ ∴ ✤ ∴ ✤

Esa noche, en la tranquilidad de su habitación, mientras sus amigas dormían plácidamente, Maria Pia se sentó junto al pequeño escritorio con la consigna de ayudar a Marla. Sus pensamientos se mezclaban con la suave luz de la vela que iluminaba la hoja de papel en blanco. Decidida, tomó su pluma y comenzó a escribir una nota a su hermano George.

Querido George,

Espero que estés bien. Te escribo porque necesito verte con urgencia. Sé que suena imprevisto, pero es algo que no puedo resolver sola y que necesita tu atención inmediata.

Con cariño,

María Pia

Maria Pia terminó de escribir, selló la carta y se quedó un momento en silencio, mirando la vela que oscilaba levemente en la brisa nocturna. Sabía que pedirle a George que se involucrara en algo así era mucho, pero también sabía que él entendería la gravedad de la situación.

Suspiró, se levantó y dejó la carta sobre la mesa. A la mañana siguiente, la entregaría al mensajero para que la llevara a Mersey Hall. Ahora solo quedaba esperar y confiar en que su hermano acudiera a su llamado.

✤ ∴ ✤ ∴ ✤

Al día siguiente, cerca de las once de la mañana, George llegó a Saint Helen con el corazón en un puño, preocupado por la nota urgente que había recibido de su hermana pequeña. Apenas cruzó el umbral de la escuela, fue recibido por la señorita Frona, quien con una sonrisa tranquilizadora le indicó que esperara a Maria Pia en la pequeña sala destinada a las visitas. Mientras esperaba, George no pudo evitar pasearse por la habitación, inquieto, imaginando mil y una razones por las que su hermana podría haberlo llamado con tanta urgencia.

Al poco tiempo, la puerta se abrió, y Maria Pia entró con una expresión serena y una cálida sonrisa en su rostro. George, sin perder un segundo, la tomó en sus brazos con fuerza.

—Maria Pia, ¿estás bien? ¿Te sientes mal? —preguntó con preocupación, pero con alivio en su voz al ver a su hermana más pequeña con buen semblante.

Maria Pia soltó una suave risa, devolviéndole el abrazo a su hermano.

—Estoy perfectamente, George —respondió con tranquilidad—. No tienes que preocuparte.

El apuesto conde la miró con una ceja enarcada, claramente esperando una explicación. Maria Pia tomó asiento junto a él y, tras tomar una respiración profunda, le confesó con seriedad.




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