Las rosas doradas

Capítulo 19

Hoy más que nunca, he llegado a comprender que la unión hace la fuerza. En un mundo que tantas veces parece decidido a quebrantar el espíritu de las mujeres, es precisamente el vínculo entre nosotras lo que nos hace indestructibles. Al trabajar juntas, al apoyarnos unas a otras en momentos de dificultad, somos capaces de transformar lo que parecía imposible en algo alcanzable. No es la fuerza individual la que prevalece, sino la suma de nuestros esfuerzos, En la unión, hallamos el poder de cambiar nuestras vidas y las vidas de quienes nos rodean.

(17 de febrero de 1774. Diario de Mary Patel)

Las jóvenes regresaron a la escuela sintiendo mucha satisfacción. Iban conversando sobre lo que habían hecho en la casona con sus respectivos grupos. Sentían que todo su esfuerzo había valido la pena. Sin embargo, al llegar al vestíbulo de la escuela, encontraron a la señorita Frona esperándolas con una expresión seria.

—Señoritas, la directora desea verlas en su despacho —anunció, mirando a las jóvenes con seriedad.

Las cuatro se miraron entre sí, un tanto preocupadas. El corazón de cada una comenzó a latir un poco más rápido a medida que se dirigían al despacho de la directora. Golpearon la puerta y, tras escuchar el permiso para entrar, pasaron al interior.

Edwina estaba sentada detrás de su escritorio, con una sonrisa amable en el rostro. Las miró con calidez mientras se acomodaban en los asientos frente a ella.

—Buenas tardes, señoritas —dijo Edwina, con una voz suave—. He querido verlas para entregarles algo especial.

Las jóvenes se sentaron, un poco tensas pero a la vez intrigadas. La directora se levantó de su silla y se acercó a un pequeño armario de pared. De él sacó un estuche decorado con elegancia y lo abrió cuidadosamente sobre el escritorio.

Dentro del estuche, reposaban cuatro delicadas rosas doradas, cada una con un diseño único pero igual de hermoso.

—Estas son para ustedes —dijo la directora, colocando el estuche frente a las jóvenes—. Lady Kellping ha mandado confeccionar estas rosas doradas para cada una de ustedes, como un símbolo de su dedicación y su compromiso con la causa.

Las chicas miraron las rosas con asombro y admiración. Maria Pia fue la primera en hablar, con su voz llena de emoción.

—Son preciosas, señorita Gilaberte. No sabemos cómo agradecerles a ustedes, las rosas doradas más antiguas.

—No es necesario —respondió Edwina con una sonrisa—. Estas rosas son un recordatorio de que siempre serán parte de las Rosas Doradas, incluso cuando dejen la escuela y continúen con sus vidas. Su trabajo ha sido admirable, y estas rosas son un pequeño símbolo de nuestra gratitud y admiración por lo que han hecho. De hecho, Hege, Frona y yo también tenemos las rosas de oro que nos entregó la señorita Mary Patel —mostró la joya prendida de la solapa de su abrigo.

Arianna tomó una de las rosas en sus manos y la observó detenidamente.

—Es un honor recibir esto. Gracias por darnos esta oportunidad.

Kristen asintió, su expresión de alegría y agradecimiento reflejada en sus ojos.

—Sí, realmente significa mucho para nosotras. Nos ha hecho sentir parte de algo más grande, algo que va más allá de nosotros mismos.

Celine, con una sonrisa, se volvió hacia la directora.

—Prometemos que siempre llevaremos con nosotros el espíritu de las Rosas Doradas, sin importar a dónde nos lleve la vida.

Edwina se acercó a las jóvenes y les entregó a cada una, una rosa dorada, colocando el delicado objeto en sus manos con cuidado.

—Estoy muy orgullosa de cada una de ustedes. Sigan llevando esta luz y amor que han demostrado aquí a todo lo que hagan en el futuro. Esta es su casa siempre, y aquí siempre tendrán un lugar especial. También quiero agradecerles, por recordarnos a Frona y a mi, que ser una Rosa Dorada va más allá de todo lo posible.

Frona que había estado de pie tras las estudiantes sonrió y asintió.

Las jóvenes aceptaron las rosas con mucho orgullo y gratitud.

—Gracias, señorita Gilaberte —dijeron al unísono, mostrando sus voces llenas de emoción.

Al salir del despacho, las cuatro jóvenes compartieron miradas cómplices y sonrisas, sabiendo que el recuerdo de su tiempo como Rosas Doradas y el compromiso que habían mostrado las acompañarían siempre y que sin duda, su amistad superaría cualquier barrera.

✤ ∴ ✤ ∴ ✤

Al día siguiente muy temprano, Jane estaba sentada en su escritorio, con una sonrisa aún persistente en su rostro mientras observaba la pequeña rosa de oro que la directora le había entregado. Acariciaba el delicado broche con la yema de los dedos, inmersa en pensamientos.

—Ser una Rosa Dorada…—susurró para sí misma— es más de lo que jamás imaginé.

Se sentía parte de algo grandioso, algo que superaba su comprensión. La emoción era latente mientras corregía los escritos de sus alumnas, pero su concentración se rompió cuando escuchó un suave golpe en la puerta.

El maestro de música, David, entró con su usual sonrisa encantadora.

—Perdón por interrumpir, señorita Jane —dijo con voz suave—. Solo quería saludar antes de la clase.




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