Las rosas doradas

Capítulo 24

Reconocer los errores es una ganancia en sí misma, pues cada tropiezo nos enseña una lección valiosa. No se trata solo de la perfección en el camino, sino de la humildad de aceptar nuestras fallas y el coraje de corregir el rumbo. Admitir un error no es debilidad, sino una muestra de fortaleza, un paso esencial hacia el verdadero crecimiento. Pues solo quien se atreve a enfrentarse a sus propios desaciertos puede avanzar con mayor sabiduría y certeza.

(8 de mayo de 1780. Diario de Mary Patel)

El conde de Mersey estaba absorto en unos documentos en su amplio y elegante despacho, con la luz de la tarde entrando por los ventanales cuando Clyde, su fiel mayordomo, apareció en la puerta, con una expresión de nerviosismo poco habitual en él.

—Mi señor... —titubeó Clyde—, los gemelos Scarpatti han llegado —hizo una pausa— acompañando a las señoritas Maria Pia y Arianna.

George levantó la mirada de los papeles con el ceño fruncido. No era común que su hermana pequeña y su amiga llegaran de esa manera, y mucho menos escoltadas por los Scarpatti. Con un gesto rápido, dejó los documentos sobre el escritorio y se levantó.

—Hazlos pasar —dijo con firmeza, pero antes de que Clyde pudiera salir del despacho, los gemelos irrumpieron en el despacho sin esperar a ser anunciados. A ambos lados de ellos, llevaban a Maria Pia y Arianna, sujetándolas del brazo, mientras que la nueva doncella, Marla, las seguía nerviosa y en silencio, con la cabeza agachada.

George enarcó las cejas, su mirada pasando rápidamente de los gemelos a su hermana y luego a la doncella.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz calmada pero cargada de preocupación.

—Lo que ha pasado, apreciado amigo, es que encontramos a las señoritas fuera de lugar —respondió Giulio, soltando el brazo de Maria Pia—. Estaban en las inmediaciones de la casa de Sir Rupert Barremy, solas. Una situación comprometida, diría yo.

—Y comprometida para su reputación —agregó Enrico, liberando a Arianna.

George fijó su mirada en Maria Pia, quien, a pesar de la evidente incomodidad, mantenía su postura erguida y el mentón levantado.

—Maria Pia —dijo, clavando los ojos en su hermana—, explícate. ¿Qué hacías en la casa de Sir Rupert?

Maria Pia, que sabía que no podía ocultar lo sucedido, respiró hondo.

—George, solo quería hablar con Sir Rupert —empezó a decir con voz firme—. No tiene sentido que impida que las mujeres de la casona sigan recibiendo clases. Quería intentar razonar con él.

Arianna, aunque visiblemente más preocupada, asintió en apoyo a su amiga.

—No íbamos solas, teníamos a Marla con nosotras, pero entiendo que no fue la mejor decisión —admitió Arianna, con voz suave pero sincera.

George cruzó los brazos sobre el pecho, su semblante era serio pero no enojado.

—¿Y por qué no hablaron conmigo antes? —preguntó George, dirigiendo su mirada tanto a Maria Pia como a Arianna—. Podrían haberse metido en un problema aún mayor, más allá de comprometer su reputación.

Los gemelos, al notar que su presencia ya no era necesaria, se miraron entre sí.

—Si no nos necesitan más... —dijo Giulio con una pequeña inclinación.

George les hizo un gesto con la mano para que se retiraran, y ellos salieron del despacho con la misma rapidez con la que habían entrado. Pero antes Maria Pia, les hizo saber su descontento al mostrarles la lengua. El conde escondió una sonrisa, mientras que Giulio no se quedó atrás y también le mostró la lengua a la traviesa joven.

Cuando se quedaron solos, George se dirigió nuevamente a Maria Pia, su tono de voz era más suave.

—Entiendo que querías ayudar, pero debes ser más cuidadosa. No siempre es seguro actuar impulsivamente, aunque lo hagas por una buena causa. Sabes que cuentas con mi apoyo. ¿Qué es eso de que Sir Rupert no quiere que las mujeres de la casona aprendan a leer y escribir?

Las jóvenes pasaron a relatarle todo lo que había ocurrido, cada vez que sir Rupert iba a la casona a cobrar el alquiler de los departamentos.

George asintió a medida que entendía de qué iba todo.

—Vuelvo a repetir, cuentas con mi apoyo. ¿No te ayudé con Marla? —miró a la doncella que bajó la cabeza.

—Milord… —dijo la doncella.

—Marla no tiene la culpa de nada, ella no sabía que íbamos a casa de Sir Rupert —explicó Maria Pia.

—Mi señor, si cree que debe despedirme…

—Nadie va a despedirte, Marla —añadió rápidamente el conde.

—Gracias milord —agradeció sintiendo que el alma le regresaba al cuerpo.

George asintió.

—Marla, acompaña a lady Arianna a su habitación.

Las jóvenes se miraron. Sabían que no era momento para ir en contra de los deseos del conde.

Cuando los hermanos se quedaron solos, George invitó a que se sentaran en el sofá.

—¿Sabes que lo que hiciste estuvo mal? Podrían haber salido mal las cosas para Arianna y para ti.

Maria Pia asintió, sabiendo que su hermano tenía razón.




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