No sé si alguien conserva la novela en la biblioteca, pero si la tienen, espero que les guste
Betania:
Quince años atrás:
¿Qué es el amor?
Ni idea…
Llevo haciéndome esa pregunta desde que tengo ocho años y mi corazón se aceleró por primera vez en su presencia. Nunca me había sucedido y pensé que me iba a reventar el pecho.
Estábamos conversando en nuestro escondite secreto luego de la monumental bronca que me echó mi padre por estar concentrada en las musarañas mientras me hablaba sobre el tipo ese con el que estoy comprometida. Joshua, así se llama mi amigo, intentaba hacerme sentir mejor, pero yo estaba ofuscada, enojada y llorando a moco tendido. Él seguía dándome ánimos y sonriendo.
Precisamente fue su sonrisa la que puso a mi corazón a correr desenfrenado. Es que lo hace tan bonito que me fue imposible no quedarme mirándolo como una boba y, ¡joder!, deseé con todas mis fuerzas poder enmarcar ese gesto para mirarlo cada vez que sintiera que mi vida era un infierno. Transmitía tanta calma que cuando me di cuenta, ya no lloraba y me sentía más tranquila.
Desde ese día he estado investigando sobre qué significa el amor, fundamentalmente porque a partir de ahí, cada vez que lo veía, todos los días y a cualquier hora, debo destacar, mi corazón se comportaba de la misma forma y a medida que iba creciendo, otras ideas se formaban en mi cabeza. Por ejemplo, besarlo.
Quería saber qué se sentía al tener sus labios sobre los míos y tantas eran mis ganas que, hace un mes, lo hice. Cogí todo el valor que había estado reuniendo los últimos seis años, sí, tengo catorce, y lo besé.
No soy tonta ni lanzada. Nunca me hubiese atrevido si no sintiera que él me correspondía. Nunca se ha atrevido a decirme nada, ni a insinuarse, nada de nada, pero esa forma que tiene de mirarme cuando cree que no lo veo, esas veces en las que conversamos y se queda lelo observando mis labios, esa dulzura con la que me trata, me decían que él me correspondía.
Así que lo hice.
Estábamos en nuestro escondite, una habitación secreta en el palacio que se usaba en la antigüedad para proteger a la familia real de posibles ataques. Conversábamos sobre su entrenamiento para convertirse en un guardia real mientras nos comíamos unos bombones de chocolate.
Él se llevó uno a la boca sujetándolo con los dientes y la mía se hacía agua ante la imagen, así que como la chica hormonal que soy, me aventé hacia él estampando mis labios contra los suyos y arrancándole el trozo de dulce que quedaba hacia afuera. Sus ojos estaban abiertos de par en par y antes de arrepentirme, me tragué el bombón y volví a besarlo.
El pobre quedó traumado. Se levantó del suelo y luego de murmurar unas disculpas, se fue pitando leches. Yo me quedé sola y sin mejor amigo porque, desde entonces, me ha evitado.
¡Un mes sin hablarme!
Aunque supongo que mi comportamiento posterior lo ha asustado.
Cada vez que, por alguna circunstancia, terminamos en la misma habitación, me las ingenio para, a hurtadillas, acariciar su brazo, su mano, su espalda o lo que sea que esté a mi alcance. Me da un poquito de pena con él porque siempre se tensa.
Pero ya me aburrí. Me gusta muchísimo y quiero que sea mi novio, aunque estoy más que segura de que es la idea más locamente absurda que se me ha ocurrido jamás, pues soy una princesa que está comprometida con el conde de un lugar que ni siquiera consigo pronunciar el nombre. Aun así, lo quiero para mí y si él no está de acuerdo, al menos necesito recuperar a mi mejor amigo.
Así que ahora estoy de camino a la cocina para escabullirme a la zona de la servidumbre y colarme en su habitación. Sí, creo que tengo algunas ideas suicidas, pero no me interesa.
Paso casi una hora en un recorrido que, de ser una persona común y corriente, habría hecho en cinco minutos, pero eludir a todos los trabajadores, el mayordomo y cuanto guardia hay alrededor, no es sencillo.
Luego de mucho sudar y dos micro infartos, llego al pasillo que da a su habitación. Corro como si mi vida dependiera de ello y me cuelo en su cuarto. No pregunten cómo sé cuál es… Digamos que mi obsesión con él, a veces raya lo ridículo.
Con la respiración acelerada y el corazón latiendo a mil, le pongo seguro a la puerta y le doy la espalda para encontrarme con los ojos desorbitadamente abiertos de Joshua, sentado en su cama, libro en mano, con su pelo negro todo desgreñado y en piyama.
—¿Princesa?
—Hola —saludo en un hilillo de voz mientras levanto la mano.
Estoy nerviosa.
De hito en hito, se levanta de la cama y corre hacia mí.
—¿Qué coño haces aquí? —Abre los ojos aún más—. Lo siento, ¿qué hace aquí, alteza?
Frustrada por sus palabras, no me lo pienso y golpeo su frente.
—¡Ey! —chilla, pero no le hago caso y me adentro en la sencilla habitación. —Eso ha dolido —se queja sobándose la frente.
—Era la idea, Josh.
—¿Qué haces aquí? Si te ven, te vas a meter en problemas.