El aire estaba cargado de ese silencio denso que solo se siente en las mañanas antes de que todo el mundo despierte del todo. No quería abrir los ojos. Lo último que quería era enfrentar otro día en este lugar, donde hasta el sol parecía cansado de asomarse entre las viejas ventanas opacas. Pero las voces de los otros niños ya comenzaban a romper la quietud, mezclándose en un murmullo lejano que solo me recordaba que estaba atrapado aquí.
Los recuerdos de aquella noche volvían siempre a la misma hora, justo antes de que el mundo volviera a cobrar vida. El accidente. Mamá. El choque que lo cambió todo. Casi un año había pasado, pero todavía sentía el golpe en mi pecho cada vez que pensaba en ella, en cómo sus regaños había sido lo último que escuché antes de que todo se desmoronara aún más. Y ahora, aquí estaba yo, en este orfanato, esperando… ¿qué? ¿Qué alguien me adoptase? ¿La oportunidad para escapar de este lugar? La verdad es que ni siquiera yo lo sabía.
Finalmente reuní la poca fuerza que tenía y me levanté de la cama. No fue solo el accidente lo que me dejó sin familia. Mi padre había desaparecido cuando yo apenas podía caminar, un fantasma que mi madre rara vez mencionaba, como si al no hablar de él pudiera borrar el hecho de que alguna vez existió. Y ahora, sin mamá, apenas tenia a alguien significativo en mi vida. La extraño, a pesar de que sus duras palabras podían herir más profundamente que cualquier espada. Como cuando me abrazaba en una tormenta, susurrando historias de caballeros y dragones, su voz fue un raro bálsamo para mi corazón herido. Mamá tenía una manera de hacerme sentir pequeño, pero hubo momentos en que sus ojos se suavizaron y vi amor allí.
Me vestí y me dirigí a desayunar. Las paredes eran de un color apagado, casi tan viejas y cansadas como quienes vivían dentro. Las ventanas apenas dejaban entrar luz, como si hasta el sol evitara este lugar. Cada rincón crujía bajo los pies, recordándome lo antiguo y vacío que era todo aquí.
Al llegar a la cafetería, el olor a comida rancia golpeo mí cara. La avena que estaban sirviendo se veía poco apetitosa, pero ya ni me molestaba. Había aprendido a tragar sin pensar, a caminar sin ver, a oír sin escuchar. Los días empezaban y terminaban igual. Despertar, comer, caminar sin rumbo, evitar las mismas caras de siempre. Nada cambiaba
Mientras masticaba la avena sin sabor, surgieron recuerdos de ella. Sus palabras de enojo, el escozor de su mano, pero también la calidez de su abrazo y sus suaves caricias en mi cuerpo después de regañarme. Me confundía esta mezcla de amor y dolor.
Después de terminar el desayuno simplemente me levanté y me dirigí hacia mi cama de nuevo para saltarme las actividades interactivas. No tenía muchos amigos debido a que mi mamá solía ser muy sobreprotectora conmigo, no dejándome socializar mucho y ahora me costaba mayor trabajo entablar una conversación con otras personas.
Mientras caminaba por el pasillo, el sonido de pasos apresurados llegó a mis oídos. Otros niños ya estaban levantándose, sus murmullos llenos de confusión y curiosidad. Corrí hacia la entrada, impulsado por una mezcla de ansiedad y expectación, solo para encontrarme con un grupo de niños mirando hacia el patio, donde dos trabajadoras discutían en voz baja, sus rostros serios y tensos. Me escondí tras un pilar, tratando de comprender la situación. ¿Por qué estaban tan preocupadas?
La puerta del orfanato se abrió de golpe, y dos mujeres entraron con una energía que rompía la monotonía del lugar. Una es bastante alta con el cabello blanco como la nieve cayendo en cascada bajo un sombrero de ala ancha del mismo color. Ella se movía con una elegancia que junto a su belleza la hacían parecer casi de otro mundo. La otra mujer es más baja con cabello corto y de color negro, sus mechones de pelo enmarcando un rostro que reflejaba una seriedad inquebrantable. Sus ojos oscuros, profundos y sin titubeos, miraban al frente con una gran intensidad. Hay algo en ella que atrae mi memoria, pero no podía ubicarlo. Las observe desde lejos, despertando mi curiosidad. No parecían trabajadores sociales ni padres potenciales. Parecían… diferentes. Finalmente me di cuenta: siento que las conocía, especialmente a la más baja. ¿Pero… cómo? No lo recordaba. Escuche fragmentos de su conversación con el director del orfanato, sus voces en marcado contraste: una tranquila y melódica, la otra aguda y cortante. —Él es a quien buscamos—, dijo la mujer más alta, su voz transmite una certeza que hace que mi corazón palpite.
No pude investigar más pues recordé que las actividades interactivas estaban a punto de empezar, así que me apresuré a regresarme a mi cama. Sabía que, si lograba esquivar a las trabajadoras, podría saltarme las actividades interactivas. Nada me parecía más tonto que perder el tiempo con esas cosas. Ya casi llegaba a la puerta cuando escuché una voz firme detrás de mí.
—¿Y tú a dónde vas? —Era la señora González. Sentí que el estómago se me hundía.
Me detuve en seco, sin atreverme a girarme.
—Voy… a descansar. No me siento muy bien —dije, esperando que me creyera, pero su mirada dejaba claro que no me iba a dejar escapar.
—No tan rápido. Las actividades ya empezaron. Vamos.
Sin poder inventar otra excusa, me agarró suavemente del brazo y me guio de vuelta hacia el salón donde se llevaban a cabo las malditas actividades.
Entramos, y lo primero que me golpeó fue el caos. Todo estaba lleno de colores chillones, globos por todos lados y sonidos que se mezclaban en una maraña insoportable. Al frente, algunos niños apenas podían mantenerse de pie, tambaleándose mientras jugaban con bloques gigantes de espuma de colores. Otros hacían rodar pelotas de un lado a otro, con una expresión de pura concentración, como si estuvieran resolviendo un misterio. Pero no, solo empujaban pelotitas como si fueran bebés.
Me quedé plantado en la entrada, deseando desaparecer. La señora González me dio una palmada en el hombro y se fue sin más, dejándome solo en ese desastre. Miré a mi alrededor. Un grupo de niños, mucho más pequeños que yo, estaba apilando cubos como si fuera la tarea más importante del mundo. Algunos ni siquiera lograban sostener bien las piezas, las dejaban caer al suelo y se reían como si acabaran de descubrir algo increíble.
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Editado: 08.11.2024