El viaje de vuelta fue peor que el de ida. Yunna no dijo ni una palabra, pero el silencio en el coche era ruidoso. No era un silencio tranquilo; era el tipo de silencio que aprieta, que te hace sentir que dijiste algo malo, aunque no hayas abierto la boca. Mantuve la vista pegada a la ventana, viendo pasar las casas y los árboles como si fueran manchas borrosas, pero en mi cabeza solo veía las caras feas y tristes del árbol genealógico.
Al llegar a la casa, el motor se apagó y el silencio se hizo aún más pesado.
—Entra por la parte trasera y ve a tu habitación a descansar —dijo Yunna finalmente, sin molestarse en voltear a verme—. No quiero que salgas hasta la hora de la comida.
Asentí, sin atreverme a mirarla. Abrí la puerta y bajé del coche. Cuando me giré para ver si ella también bajaba, ya había vuelto a encender el motor.
—¿A-a dónde vas? —pregunté, mi voz sonó débil contra el ruido del coche.
Ella me miró por el espejo retrovisor por un segundo. Sus ojos parecían dos pedacitos de metal gris.
—Tengo que recoger algo.
Antes de que pudiera preguntar qué, o por qué, el coche ya se estaba alejando por la calle, dejándome solo frente a la puerta de la casa. El humo grisáceo que dejó atrás me picó en la nariz y me hizo toser.
Me apresuré a rodear la casa y entre por la parte trasera. La casa estaba callada, como si estuviera dormida. Subí las escaleras de puntillas, aunque no había nadie a quien no despertar. Mi cuarto se sentía igual de vacío que el pasillo.
Me senté en la cama y saqué el álbum de debajo de la almohada. El árbol genealógico me había hecho acordarme de esto. Mis dedos pasaron por la portada gastada, sintiendo el cartón áspero y viejo. Lo abrí.
Las primeras páginas eran las de siempre.
Fotos mías con mamá en el parque, su sonrisa tan grande que parecía que se iba a salir de la foto. Otra de mi cumpleaños, con un pastel que se veía un poco chueco, seguro hecho por ella. Recordé el sabor del merengue, demasiado dulce, y cómo ella se había reído cuando soplé las velas tan fuerte que la cera salpicó por todas partes. Había sido un día bueno. ¿O no? Parecía que la miraba desde un vidrio opaco. La mayoría de las fotos tenían los bordes negros, quemados, un recuerdo feo del accidente, como si el fuego hubiera querido borrar los momentos felices.
Pasé la página y ahí estaba la foto de mi primer día de escuela. Yo, con mi mochila que me quedaba enorme, y mamá a mi lado, sonriendo. No tenía mi bufanda. En ese entonces, no la necesitaba. No todavía.
Seguí hojeando. Había fotos que casi no recordaba. Yo, muy chiquito, tratando de armar un castillo de bloques que siempre se caía. Mamá leyéndome un cuento, su cara seria mientras señalaba los dibujos. Nunca había pensado mucho en eso. En casi ninguna foto salía papá.
Y entonces, llegué a una foto que casi siempre pasaba por alto. Era un poco borrosa y oscura, como si la hubieran tomado de a rápido en un cuarto lleno de cosas raras. Había mesas con tubos de ensayo brillantes, pinzas metálicas y hojas con palabras que no alcanzaba a distinguir. Papá estaba al fondo, con su bata de científico, inclinado sobre una mesa, tan concentrado que no parecía notar el mundo.
Y enfrente, de pie, estaba mamá. Ella sí miraba a la cámara, pero su sonrisa era… extraña. Demasiado grande, demasiado feliz. Y en sus manos, sostenía algo.
Me acerqué más, entrecerrando los ojos.
Era mi bufanda.
Mi respiración se detuvo por un segundo.
Era el mismo color morado. El mismo tejido. Era mi bufanda. ¿Pero cómo? Según recordaba, ella me la había tejido a mí, para mí. "Para que el frío no se te meta en los huesos", me había dicho. Y esta foto... por la ropa, por lo joven que se veía papá... era de antes de que yo naciera. ¿Era mentira? ¿O mi memoria estaba rota?
Un escalofrío me recorrió la espalda. No tenía sentido.
Pasé las páginas con los dedos temblorosos, yendo casi hasta la mitad del álbum. Ahí estaba el espacio vacío. El papel rasgado donde debería estar la foto. La foto de papá sosteniéndome, un bebé, con la mujer a su lado. La mujer que yo siempre pensé que era mamá, pero que seguía sin estar seguro. Y lo más importante: alguien la había arrancado. Alguien no quería que la viera. La pregunta seguía ahí, picándome en la cabeza como un mosquito: ¿quién y por qué?
Pensé en buscarla otra vez. En revolver cada rincón como antes. Pero algo me detuvo: no el cansancio, sino el miedo. El miedo a volver a tocar algo que no debía. El armario de Yunna. El amuleto. El frío.
Apreté el álbum contra mi pecho. No quería encontrarme nada más. No hoy. Cerré el álbum y lo volví a meter bajo la almohada, hundiéndolo lo más que pude, como si quisiera enterrar el problema.
Pero no podía quedarme ahí, solo, con mis ideas raras y el peso de la bufanda que no existía. Así que me levanté de mi cama y salí de mi habitación, cerrando la puerta un poco más fuerte de lo necesario. Caminé por el pasillo, pero justo cuando estaba por bajar las escaleras, escuché algo.
Un ruido sordo y ahogado.
Venía del final del pasillo. De la habitación de Keila.
Me detuve en seco, aguzando el oído. No era un golpe fuerte, más bien como si algo pesado se hubiera deslizado y caído al suelo. Después, silencio. Un silencio demasiado profundo. Mi primer instinto fue ignorarlo. No era mi asunto. No me tenía que meter en donde no me llamaban. Pero entonces recordé cómo se veía en el desayuno: su piel pálida como cera, sus ojos apagados, la forma en que se movía como si cada gesto le costara un mundo. ¿Y si se había caído? ¿Y si necesitaba ayuda?
Con el corazón latiendo un poco más rápido, caminé por el pasillo. Mis pies descalzos no hacían ruido sobre la alfombra. Me detuve frente a su puerta. Estaba un poco abierta, lo suficiente para que una rendija de luz se escapara. Me asomé con cuidado.
No se había caído. Estaba sentada en el suelo, junto a su cama, con la espalda apoyada contra el colchón. Tenía las rodillas abrazadas contra el pecho y la cabeza hundida entre ellas. A su lado, un libro yacía abierto, con el lomo hacia arriba, como si se le hubiera caído de las manos. Su pelo blanco caía a los lados de su cara, ocultando su expresión, pero todo en su postura gritaba debilidad.
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Editado: 16.06.2025