Prólogo
"Lo he encontrado," pensó Vareth mientras observaba al pequeño niño al fondo del callejón. Mejor que nadie, sabía que en la capital olvidada no abundaban los recién nacidos ni los infantes; la mayoría moría en las noches, devorados por las sombras. Los que sobrevivían morían de hambre o por enfermedad. Sin embargo, a este pequeño las sombras no lo devoraban, solo lo envolvían, lo que indicaba que tenía un espíritu fuerte.
Desde la entrada del callejón y con la ayuda de una antorcha, apenas podía ver el rostro del pequeño. Con cuidado, se acercó a él; quería darle una muerte tranquila y no anhelaba oír sus gritos de agonía ni ver su rostro envuelto en miedo. Ya había matado niños antes, pero estaba lejos de acostumbrarse.
A medida que se acercaba, la luz de la antorcha espantaba a las sombras, revelando un camino de sangre seca en el suelo. El sonido de mosquitos y ratas hacía eco en sus oídos. Delante de él, yacía el cuerpo desnudo y putrefacto de una mujer, probablemente su madre. Tenía un corte tan profundo en la garganta que se podía ver el hueso, y varias ratas la devoraban desde dentro a través de su boca y entrepierna. El pequeño tampoco estaba en mejores condiciones; estaba tan delgado que parecía un esqueleto, sus ropas empapadas de sangre, las ratas se comían la planta de sus pies y las moscas no lo diferenciaban de una persona muera
Vareth se arrodilló y acarició la fría frente del pequeño. Ya no le preocupaba despertarlo, porque el infante estaba más muerto que vivo; para mañana, solo sería un cadáver más. Matarlo ahora sería un acto de piedad, y aunque no lo fuera, de todas formas, lo haría. Necesitaba su espíritu. Desenvainó su daga y con fuerza la clavó en la cabeza del pequeño. Conforme la vida abandonaba al infante, el espíritu de Vareth se fortalecía, sus fuerzas aumentaban y su vitalidad crecía.
Sacó su daga y la limpió en su capa negra. Mientras lo hacía, recordó un poco de su infancia: un pequeño niño huérfano, tratando de sobrevivir en esta podrida capital a base de migajas. Solía revisar cada callejón, con la esperanza de encontrar algo en los cadáveres, además de robarle a niños más pequeños que él. De ser necesario, los asesinaba, todo con tal de respirar un día más.
Vareth salió del callejón y, sin mirar atrás, se internó en la oscuridad de la noche. Ahora solo quería irse de la capital, pues odiaba ese lugar con todo su ser, además, tenía que conseguir más espíritu, tenía que ser más fuerte.