Junio regalaba una tarde dorada en el pequeño pueblo rural, a las afueras de la vibrante capital. Los rayos del sol iluminaban las calles mientras yo, con el peso de una mañana agotadora llena de trabajo y responsabilidades, me encontraba en la fila del autobús. Aquel vehículo no solo prometía llevarme de vuelta a casa, sino también a ese refugio de calma que tanto anhelaba. Mis manos inquietas ansiaban el contacto con el teclado que yacía, como un testigo silencioso, sobre el escritorio en mi habitación; ese rincón en donde transcribía la historia de aquella joven mujer. La había conocido unos meses atrás en el comedor de la empresa en donde trabajábamos. Ella irradiaba respeto, una mezcla de sabiduría y calidez. Cada palabra suya revelaba retazos de su vida, algunos claros y otros envueltos en un misterio. Nunca imaginé el poder que tienen las palabras, ese hilo invisible que teje conexiones profundas entre dos almas. Escuchar su historia no solo me permitió conocer su mundo, sino también descubrir partes de mí que estaban ocultas. Cada palabra que compartía era un eco que resonaba en mi interior, desafiándome a comprender, a aprender, a cuestionar.
Es curioso cómo la vida nos regala momentos que parecen cotidianos pero que, al mirarlos en retrospectiva, adquieren un significado extraordinario. Aquellas charlas en el almuerzo eran mucho más que conversaciones; eran un puente hacia otra realidad, una oportunidad para ver la vida desde sus ojos. Y en ese intercambio, encontré el reflejo de mi propia humanidad, la simpleza y la belleza de conectar.
Había dedicado innumerables años de su vida a la búsqueda incansable de la felicidad. Desde que era tan solo una niña, había vislumbrado un hermoso camino, uno lleno de paz, sosiego y gozo; un sendero rebosante de esas dichas universales que la humanidad ha anhelado desde el inicio de su existencia. Sin embargo, la vida le enseñó otra lección. Cuando los años le brindaron la oportunidad de sumergirse en esos placeres sublimes, los dejó escapar, conformándose con observarlos desde lejos, rozándolos apenas con la punta de los dedos, como si temiera tocarlos de lleno.
En su indiferencia y descuido, se anegó de decisiones tomadas con apabullante ligereza, permitiendo que esas disposiciones moldearan su vida. Fueron tantas las veces que se dejó llevar por la insensatez que el hecho de que su existencia no se convirtiera en un caos absoluto parecía casi un milagro. Y aunque dejó marcas profundas a su paso, tanto daño infligido como sufrido, la vida aún le regaló momentos de introspección, como pequeñas ventanas que invitaban al cambio y a la redención.
Mientras se hallaba inmersa en sus acciones y entre su indiferencia casi inquebrantable fue incapaz de valorar el regalo inestimable que la vida le había brindado: una crianza basada en principios sólidos y valores morales elevados. Con el paso del tiempo y los inevitables tropiezos en su recorrido, comenzó a desentrañar los complejos fenómenos que gobiernan la mente humana. No todos agradables. Algunos se revelaron como destilaciones puras de crueldad y vileza, como oscuros reflejos de la naturaleza humana en su faceta más sombría.
A su paso encontró almas que prometían ser portadoras del bien que tanto había anhelado, pero esas promesas resultaron ser tan efímeras como el humo. Aquellas personas, envueltas en palabras dulces y gestos encantadores, escondían en su núcleo la corrupción; un cúmulo de cosas extrañas, métodos distorsionados y pensamientos desviados que desafiaban toda lógica y razón. Fue un descubrimiento que no solo desdibujó la imagen ideal que había construido, sino que también la empujó a confrontar sus propias fallas y contradicciones.
Solo después de que el tiempo había dejado su huella, sus ojos finalmente se abrieron. Aquella luz, hiriente al principio, comenzó a desprender el vendaje que los mantenía cegados. Sin concesiones, la llevó a confrontar la fatalidad de sus errores, la corrosión de sus acciones y las inevitables consecuencias de su negligencia.
Así inició su viaje abriéndose paso por el camino hacia el arrepentimiento, la reconciliación y, finalmente, la paz. Cada paso fue un acto valiente que la liberaba de las pesadas sogas de la muerte, que iba rompiendo el ciclo de sufrimiento y desesperanza que la había encadenado.
La tormenta ya pasó, y aunque cada día se enfrenta a las consecuencias inevitables de sus acciones pasadas, sigue avanzando. "Olvidando las cosas que quedan atrás y extendiéndose hacia adelante a las cosas más allá, prosigue hacia la meta." Otros días se aproximan, nuevos e impredecibles, pero tan certeros como los anteriores. Constantes y determinados ya están aquí, frente a ella, en este presente; días para vivirlos con sabiduría y mantenerlos abrazados con actos nobles.
Ha dedicado muchos años de su vida a la búsqueda de la felicidad, una búsqueda que, aunque llena de aprendizajes, la ha llevado a una verdad ineludible. Con la mirada perdida en el horizonte y su voz llena de una quietud reflexiva se atreve a confesarme: “Sé que no lo sé todo, que lo que realmente entiendo es apenas una fracción diminuta. La vida, vasta e inabarcable en su riqueza, supera cualquier intento humano de contenerla por completo. La complejidad del ser humano y su inevitable imperfección son un recordatorio constante de que la búsqueda no ha terminado. Pero soy consciente de algo indudable: la felicidad es real. Y con todas mis fuerzas, me aferraré a ella hasta lograr alcanzarla”.