No podrías imaginar las incontables horas que he dedicado a sumergirme en las vivencias y profundas reflexiones de esta joven mujer. En este punto, nuestras conversaciones han despertado en mí un gusto insaciable por explorar ideas y compartir mi visión sobre la vida.
A las doce y veinticinco, justo durante el almuerzo, me preguntó: “¿Qué me dices tú?”. Respondí: “¿Qué te digo sobre qué?”. Para entonces, ya había percibido mi deseo de expresar mi visión, aunque insistía en mantenerme en silencio. Fue como dar un salto al vacío: el poder de la comunicación y el entendimiento mutuo tomó el control, y nuestras voces, unidas, comenzaron a derribar las barreras que hasta entonces me habían obligado a callar. Con la libertad que ella me otorgó, y guiada por la conexión que acabábamos de establecer, comencé a compartir mi perspectiva sobre la vida y sus protagonistas: la vida desde mi propia mirada.
Desde el instante de la concepción y a lo largo de los años, el ser humano enfrenta una serie de episodios que dan forma a su existencia: aprende, crece, ríe, llora, disfruta, sufre, se agota, descansa, se fortalece, se equivoca... Todo ello, y mucho más, construye la esencia de su vida. Sin embargo, la insatisfacción parece ser una constante que lo acompaña. No todo es como se desea, ni como se sueña o se espera. A menudo, las cosas terminan siendo diametralmente opuestas a lo planeado, lo anhelado y lo imaginado. Las constantes preocupaciones son una parte inevitable de la vida diaria. Cada pensamiento que cruza por la mente humana parece girar en torno a la incertidumbre de si se logrará superar el día. ¡Qué frágil es el ser humano! Todo lo que lo rodea amenaza su estabilidad física, mental, emocional y espiritual. Hablar de la vida, en realidad, implica reconocer los cambios y las adversidades que afectan al hombre, un rasgo tan característico como predominante en el tiempo actual.
Cuando se exploran las relaciones interpersonales, es inevitable encontrarse con las múltiples dificultades que surgen al intentar comprender los pensamientos e ideas de los demás. Cada persona es única, incluso cuando comparte una misma formación, educación, entrenamiento o trato. Lograr entenderse requiere tiempo, el tiempo necesario para asimilar las diferencias y, finalmente, aceptarse mutuamente.
En este proceso, es común tropezar y caer, enfrentar fracasos y golpes. Sin embargo, también se descubren aspectos interesantes, emotivos e intelectuales que moldean los criterios, la personalidad, la visión del mundo y el propósito de la existencia. Para algunos, este proceso los lleva a la incertidumbre, a la duda, y a pensamientos negativos sobre sí mismos, sobre los demás o sobre la vida en general. Para otros, el mismo proceso los fortalece, nutre, educa, desarrolla y sensibiliza, convirtiéndolos en seres más optimistas. Es, en esencia, una ruleta rusa. A pesar de los esfuerzos por controlar nuestro destino, la incertidumbre persiste. Incluso cuando creemos haber alcanzado la cima de la felicidad, una sutil insatisfacción nos obliga a creer que la perfección es una ilusión.
Dicen que la vida solo se comprende mirando hacia atrás. Bajo esa premisa, reflexionar sobre el pasado puede iluminar las grandes incógnitas del ser humano en torno a su esencia y el significado de su existencia.
Desde los primeros momentos en que la razón y la conciencia comienzan a florecer en el ser humano, surge como una parte intrínseca de la vida el temor a las pérdidas y a la muerte. El dolor que estas provocan, junto con la resistencia natural a aceptarlas, da origen a una insatisfacción persistente que parece inherente a nuestra existencia. Esto podría sugerir que la insatisfacción nace con el hombre o que estamos programados para rechazar el incumplimiento de nuestras expectativas y la pérdida de lo que valoramos profundamente.
Sin embargo, junto a esta insatisfacción, el ser humano también lleva consigo una esperanza inquebrantable y el anhelo de algo más. Sus emociones, pensamientos y sentimientos más profundos lo impulsan a buscar lo eterno, a aspirar a algo mejor. Tal vez, la vida sea precisamente eso: un ciclo de experiencias variadas que se alternan entre una satisfacción efímera, una constante inconformidad y un deseo intrínseco de lo trascendental.
Se dice que la vida solo puede vivirse mirando hacia adelante, hacia el futuro. Esta perspectiva resalta el valor y la importancia de cada meta que el ser humano establece y de cada paso intermedio que toma para alcanzarla. Sin embargo, no se trata únicamente de mirar hacia el futuro, sino también de reconocer el presente como el artesano que lo modela y le da forma. Cada decisión, cada acción, cada pensamiento—todo lo que define el presente—se convierte en el punto de partida hacia la creación del futuro personal.
Por ello, es evidente que no resulta sensato tomar decisiones o realizar acciones de manera superficial, ya que estas repercuten en el futuro, ya sea a corto, mediano o largo plazo. Mientras que algunos insisten en vivir el presente con indiferencia, adoptando un enfoque de “como vaya viniendo”, sin preocuparse por el cómo, cuándo, dónde y por qué de las cosas, los resultados suelen demostrar que esta actitud no conduce a una vida más plena ni significativa. Al contrario, se revela como una forma miope de vivir, que ignora la conexión inherente entre el presente y el porvenir.
La vida es como una galleta: puede presentarse completa, intacta y entera, pero ¡qué fácil es que se desmorone, que se deshaga en un instante! Esto puede suceder de manera repentina e inmediata o, por el contrario, de forma lenta y gradual. No se trata solo de la posibilidad de que la vida llegue a su fin con la muerte, sino también de la fragilidad que la atraviesa en plena existencia.