Las sirenas nos habían obligado a pausar nuestro debate. De vuelta al trabajo no dejaban de resonar en mi cabeza todas las ideas que nos mantuvieron ocupadas por casi una hora durante el almuerzo. Pasé gran parte del fin de semana nadando entre ese mar de palabras y preparándome en vísperas de un nuevo debate. Me preguntaba “¿Cuál será la naturaleza del tema que me tiene preparado?” Aunque sabía que eso era en lo menos que ella podría estar pensando. De seguro estaba de fiesta con sus amigos, o quizás, paseando por un parque, escalando la montaña, leyendo algún libro interesante o simplemente relajándose en el patio de su casa sobre una hamaca de esas que tejen los artesanos en los pueblos.
Con humildad y conciencia de mis limitaciones fui desistiendo de la idea del supuesto debate que tendríamos cuando nos reencontráramos en el comedor de la empresa. Había invertido muchísimas horas en intentar imaginar cómo sería la experiencia. Confieso que despojarme de la idea implicó un enorme esfuerzo.
Ese lunes, mientras le escuchaba decir: “Imagina un mundo donde la capacidad de ponerse genuinamente en el lugar del otro no fuera una virtud ocasional, sino una práctica constante. Un mundo en el que no solo sintamos simpatía por la gente, sino en el que vivamos mentalmente la realidad ajena, con sus alegrías, sus miedos y sus desafíos particulares”, recordé unas palabras que leí en la Biblia, el libro cuyos escritos son considerados sagrados para muchos. No sé la ubicación exacta dentro del libro, pero las palabras que leí decían, refiriéndose a los cristianos, que debían considerar a los demás como superiores a ellos mismos y buscar no solo sus propios intereses, sino también los de los demás.
Así que aquella invitación a imaginar, formulada con una calidez que trascendía las palabras, bien podría ser la antesala de una realidad aún en ciernes, un futuro que aguarda su momento para manifestarse. Tomando como base la convicción profunda y la creencia inquebrantable de que el ser supremo, en su infinita sabiduría, jamás señalaría un camino sembrado de imposibilidades para el ser humano, concluí que todo aquello no se trataba de una fantasía etérea, desvinculada del mundo real, sino más bien de una semilla de posibilidad plantada en el terreno fértil de la esperanza. Esa visión que floreció en su mente, por audaz que pareciera, tenía el potencial latente para convertirse en experiencia palpable, un testimonio de la capacidad inherente del ser humano para trascender las limitaciones aparentes cuando se alinea con una fe genuina.
Quizás una sombra de egoísmo había teñido mi silencio, obligándome a ocultar mis propias ideas con la intención de evitar la confrontación que suponía compartirlas, o tal vez, inconscientemente, preferí mantenerlas resguardadas en la intimidad de mi mente, antes de exponerlas al escrutinio ajeno. Sin embargo, una voz más amable dentro de mí susurraba una interpretación alternativa: que mi aparente reserva no era un acto de posesión, sino una decisión estratégica para permitir que la visión de ella floreciera sin la interferencia de mis propias concepciones. Al cederle el protagonismo, buscaba, paradójicamente, enriquecerme a través de la inmersión en su perspectiva única, absorbiendo matices y ángulos que quizás mi propia mente, ensimismada en sus propias creaciones, no habría podido percibir.
Sabía que mi silencio no pasaba desapercibido. Podía sentir su mirada inquisitiva mientras el brillo de la lámpara se reflejaba en el movimiento constante de su cubierto sobre la extensión oscura de su asado. Era como si estuviera descifrando un enigma en mis gestos. "Vamos," insistió, la voz ahora teñida de una impaciencia creciente, "sé que estás pensando algo. ¿Qué es?"
Sonreí. Su pregunta, la que sabía que llegaría, fue para mí como un pequeño triunfo silencioso. Con un ademán displicente de la mano, como si espantara una mosca molesta, me dispuse a desvelar mis pensamientos. Pero antes de que pudiera articular la primera sílaba, un latigazo de sonido nos sacudió: el estrépito brutal de una bandeja impactando contra el piso. Nuestra atención se desvió bruscamente. El estruendo de la bandeja al caer fue más que una interrupción. Fue el preludio de un evento devastador: uno de los miembros más antiguos de nuestra familia laboral había sufrido un grave accidente cardiovascular.
La noticia se propagó como una sombra, tiñendo de incertidumbre y preocupación el bullicio habitual del comedor. En los cubículos, los teclados enmudecieron gradualmente. En los pasillos, las risas se extinguieron como una llama súbitamente apagada, y las reuniones transcurrieron bajo un manto compartido de tácita inquietud. Preguntábamos con cautela por su estado, aferrándonos a cada indicio de mejoría como a un rayo de esperanza en la oscuridad. Su fotografía en el tablero de anuncios parecía observarnos con una silenciosa pregunta, recordándonos la fragilidad de la vida y la fuerza de los lazos que nos unían más allá del trabajo. Solo quedaba un lamento colectivo no pronunciado, resonando en el vacío de nuestros corazones.
Con los días, como un tenue rayo de sol abriéndose paso entre las nubes grises, llegó la noticia esperanzadora: nuestro compañero estaba evolucionando favorablemente del severo accidente cerebrovascular que lo había azotado. Un suspiro colectivo de alivio fue reemplazando la rigidez que había atenazado el ambiente laboral. Risas tímidas y comentarios más animados volvieran a escucharse entre los escritorios y pasillos. La sombra del ACV comenzaba a disiparse, dejando tras de sí una luz tenue pero constante de esperanza y la firme convicción de que pronto, aquella silla vacía volvería a estar ocupada.