Amanecer de acero

05:47 a. m.
La ciudad todavía duerme, pero en sus venas ya corre ruido.
Los callejones huelen a gasolina y sudor. Cada esquina es un punto ciego, cada sombra es un francotirador invisible.

Desde la ventana de la bodega, veo cómo los Cuervos se mueven como piezas de ajedrez. El Cuervo Mayor está en la calle, dando órdenes con gestos cortos, como si llevara una partitura invisible en la cabeza.

—Quedan trece minutos —dice Lince, ajustando las baquetas de acero en sus manos—. Después de eso… que Dios reparta suerte.

Yo asiento, pero mi cabeza late al ritmo de mi corazón, fuerte, insistente… como si fuera el preludio de algo inevitable.

05:55 a. m.
Las Serpientes aparecen al otro extremo de la avenida. Sus cascos brillan con el reflejo de las farolas. La chica va al frente, sin casco, con el cabello recogido y la mirada clavada en mí. No sé si quiere matarme o salvarme.

Detrás de ellas, un rugido más grave sacude el aire.
Los Latidos se acercan, con sus motores marcando un pulso perfecto. Ese corazón partido con alas negras en sus cascos parece latir de verdad bajo la luz del amanecer.

05:59 a. m.
Todos en silencio. Solo se escucha el eco de los motores apagándose y el golpe seco de una baqueta contra el suelo.

06:00 a. m.
El Cuervo Mayor levanta su mano, y por un segundo pienso que va a decir algo… pero no.
El primer golpe no viene de él.
Una explosión retumba desde un edificio cercano, lanzando polvo y ladrillos al aire. Y en medio del caos, alguien grita:

—¡Empieza el ritmo de guerra!

Los motores rugen otra vez. Cadenas silban en el aire. Las baquetas golpean cascos y tubos. La calle se convierte en un escenario donde cada golpe es una nota, cada grito es un coro.

Y en ese momento lo entiendo: esta no es solo una pelea por territorio… es la canción que decidirá quién queda vivo para tocar la última nota.