Lazarus

De cómo los celos han desatado su agonía.

30 de abril de 1887 

 

Hoy, como todos los días, te he pensado… Imaginando que habito en tu preciado y oprimido corazón, me he convertido en uno más de tus suspiros, y espero haber envuelto a tu ser, amándote como lo hace el sol, que toca tu rostro bendito. Aunque lo sé, es sólo una mentira, falacia mía y de mi mente enferma, enferma de ti.  

A veces, mi yo desazogado y maldito busca motivos para ir a buscarte, a sabiendas de mi incapacidad para hacerlo; sobre todo, hoy que me he enterado del por qué la visita que ha arribado a la casa Claire. ¡Ay de mí! Mi pobre y roto corazón no sufriría verte rodeada de quien sé, no te ama con este candor doloroso que se encuentra en mí y carcome a mi pecho como un vil gusano, un parásito que chupa mi vitalidad. Incluso, hay ocasiones, que yo mismo golpeo las paredes de mi mente, tratando de quitar la imagen de tu bella piel, y la ansiedad de tener la sensación de tus labios sobre los míos, preciada amada; perdón por decirlo de esta forma tan hosca y breve, pero mis cortas entendederas me impiden adornar esto que me está comiendo el corazón al vivo.  

Un prometido, nada menos, es lo que busca aquel heraldo de la desgracia que ha tocado tus puertas, ¿y qué puedo hacer, si no amargarme en mi propia soledad y el conocimiento de que mis aspiraciones no son más que sueños inalcanzables? Apenas soñando con hablar de lo que mi corazón oculta, reconociendo que mi vida no tiene valor alguno, que no sólo no soy apto para ser siquiera un candidato, tampoco lo propondría, pues mi vida, tan fugaz, se desvanece con cada suspiro que elevo al cielo en pos de mi amor por ti.  

Y me pongo a pensar en lo que ocurrirá si esta enfermedad logra mermar mis fuerzas y autocontrol… ¿moriré? ¿Desapareceré exhalando alientos desesperanzados por merecer llegar hacia ti? Ni siquiera el gran esfuerzo de amar a otras, retratos inocuos de tu belleza traslúcida, me salva, tratando de ignorar lo que siento, tratando de no anclarte a mi vida fatua que pronto llegará a su fin; esas mujeres que escriben palabras vacías con la esperanza de no ser obligadas a aceptarme; esa insistencia de mi padre, el ingenuo que aún tiene esperanza, sólo me hace amarte más, sabiendo que tú eres la única que no mira con asco a esta pobre alma condenada.  

Y todas ellas llevan tu nombre, las pieles de otras no son pieles, son sólo fantasmas en pequeños cuadros que tratan de simular tu belleza, y sabiendo lo repudiado, lo deforme que soy, excuso mi proceder con el conocimiento de que, en este mundo, nadie se enlazaría con alguien condenado, ni siquiera por un trato justo y conveniente… Y me pregunto, día a día, ¿estoy ya en la antesala de la muerte? Sí, lo estoy por ti, por tu ser aladamente perfecto. Y si muero mañana, ¿quién me extrañará? ¿El alba, que me despertaba todos los días? ¿La soledad, que me hacía compañía, añorará mis quejidos? Tal vez me recuerde tu subconsciente, entre muñecas rotas y polvo de hadas añejas. O tal vez, simplemente mi rastro desaparezca, como la ventisca primaveral: suave e imperceptible. Nunca he significado nada, salvo la muerte de mis horas.  

Y sin embargo… ¡Quiero significar todo para ti! Me sumo entre la nada y el todo, entre el deseo de ser y no ser, como aquel príncipe del drama shakespeariano que terminó cediendo a su locura (porque es locura todo aquello que niega al amor, aunque el amor es otra clase de bienhechora locura) y ensangrentándose el alma con la muerte de su amada. Pero no hagas caso, inefable amor mío, a estas cuitas de alguien desesperanzado por la vida y muerte misma, puesto que mañana, mañana ya no habrá otro mañana más que de ayeres compartidos y lejanos. Soy tan pobre de ti ahora, que siento desfallecer ante la riqueza de quien posee lo que yo tanto anhelo: las joyas de tu virtud celestial, de tu alma gigante y colosal.  

Y al final se, amor mío, corazón de mi corazón y alma de mi alma, que mi ser no podrá volver a tenerte en esas noches que se han perdido en el tiempo, ni en los días donde tu compañía es el único sol que me ha hecho bien. Y antaño, este hombre que se insuflaba con tu belleza, se desvanece entre la nada, a la espera de la noticia fatua, del saber sobre quien se llevará tu amor y tus horas, quien te arrancará de mi lado para siempre.  

Y aunque sé que es lo mejor para ti, mi rabioso corazón se niega a aceptarlo, se niega a claudicar ante la razón que ata mis manos y encadena mi pecho; no hay para mí más desahogo que estas letras, bañadas en melancolía y deseo, en el amor que nunca podría decirte a la cara, porque lo sé, atarte a mí sería condenarte, consumirte en la soledad de mis días agónicos y la inquietud de cuándo la muerte tocará la puerta de mis aposentos.  

 

Leyó la carta que había escrito una y otra vez; la tinta seca, negra, tan negra como su corazón roído por sus pasiones apesadumbradas por la vida misma, mostraba la caligrafía torcida y acongojada que el autor había plasmado, doloroso y pudiente de arrepentimiento, lleno de ideas sobre lo que pudo haber sido, lo que pudo haber logrado...  

Si tan sólo, ¡oh!, si tan sólo él no fuese tan miserable, tan enfermo, tan pálido en su minusvalía que lo había vuelto una carga, un mero saco de huesos y piel amarrado a una cama, condenado a las cuatro paredes de su habitación.  

Él la amaba, la amaba en su febril insistencia por seguir respirando, y, aun así, sabía que aquel sentimiento que había brotado en su corazón era imposible, innombrable, impensable...  

Ella era la hermana menor de su mejor amigo, de su único amigo. La única y más gentil doncella que tenía la compasión de visitarle cada cierto tiempo, de hablar con él sobre sus aficiones, incluso sobre las pequeñas cosas más insignificantes; con su sonrisa suave y su cabello castaño que asemejaba a los trigales en otoño, que caía delicadamente sobre su cuello... tan inocentemente incitador y cálido como el sol que se colaba por la ventana a finales de otoño. Y sus ojos verdes y vibrantes, tan llenos de vida que las hojas frescas de las flores de primavera envidiaban tal color; esos ojos que parecían reflejar lo más hermoso del mundo, transmitiendo lo que Lazarus, el pobre y enfermo hijo mayor del duque Hastings, anhelaba.  




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