Apreciado Lazarus:
Si bien, había prometido visitarte más frecuentemente, me temo que ciertas circunstancias nacidas de la obstinación de mi tía me han impedido cumplir tales palabras, pues a pesar de mi constante negativa, ella me ha arrastrado a cada evento social en la ciudad que se lleva a cabo, con una invitación expedita a mi nombre, sin la capacidad para negarme.
Las chicas del círculo de lectura incluso se han burlado de mí, argumentando que tal vez es mi tía que, en sus años de viudez, es la que está buscando un buen partido con excusa de hacerlo a mi nombre, y aunque se me ha hecho una aseveración bastante acertada y divertida, no puedo evitar preocuparme de que al final termine siendo arrojada a la corriente de su terquedad y ahogarme en ella sin poder siquiera protestar.
En otros asuntos más importantes y de mayor interés para mí, supe que la hija del mayordomo ha aplicado para la universidad. ¡No sabes cuánto la envidio! No puedo evitar suspirar al pensar que tal vez, en algún momento de mi vida, yo pueda aspirar a asistir a una casa de estudios de aquella manera, aunque sé que es sólo un sueño infantil, pues muy pocas mujeres pueden lograrlo, y hay quienes, siendo más inteligentes y dedicadas que yo, han sido rechazadas tajantemente.
Además, está el asunto de la urgencia injustificada por encontrarme un prometido.
Como sea, mis días se han sumido en la rutina aburrida, y como una muñeca, me veo sólo siendo vestida y peinada para figurar en la vitrina que han decidido para mí de antemano. ¿No te parece gracioso? No puedo ir a dónde deseo, no puedo leer lo que deseo, obligada a prestar atención a las cartas de los pretendientes que, según la tía Marie, quedaron prendidos de mi belleza cuando hice mi debut a inicios de primavera del año pasado en la capital, alegando que fue una lástima que regresara tan prontamente a mi hogar... Estoy segura de que, si hubiese nacido hombre, las cosas serían muy diferentes.
Si esos caballeros supieran, ¡oh!, ¡Si supieran que su charla pomposa donde hablan de sí mismos y de sus virtudes no son más que tiempo perdido para mí! Y, sin embargo, a pesar de mis protestas, nadie me entiende, ni siquiera mi querido hermano, quien parece haber sido convencido por las palabras maliciosas de mi tía, quien como una bruja que lanzó un hechizo, se apoderó de él, dejándola hacer lo que quiere en nuestro hogar.
Sólo tú, querido Lazarus, me has dado un poco de consuelo en esto que parece el preludio del abandono al que seré sometida. ¿Qué haría si no fuese por ti y tu adorada comprensión incondicional? Siendo mi más comprensivo, mi más leal amigo, me has dado un refugio en el cuál ocultarme para tardar mucho más el trago amargo al que intentan enfrentarme, pero sé que tarde o temprano tendré que afrontarlo.
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La hoja de papel gruesa estaba aún extendida en el escritorio de la habitación de Elizabeth, la cual había tachado por aquí y por allá frases e ideas, sobre todo en el tercer párrafo. Muchas otras hojas blancas, hechas bola, a un lado, rodaban por la superficie de madera blanca, en un desorden caótico que mostraba cierto nivel de frustración de quien escribía.
La noche, con su manto, empezaba a llegar, y la hora de la cena se acercaba; Elizabeth, francamente, no tenía ánimos para bajar al comedor donde compartiría el pan y la sal con su tía, no obstante, no había otra opción. Como la única mujer de la casa, ella tenía la obligación de atender a los invitados, incluso a los indeseados, y ya no podía excusarse más. No es que le importara mucho, en realidad, sin embargo, una cosa era la cara de Elizabeth y otra era la cara que la casa Claire le daba a los huéspedes.
Una parte de la joven dama estaba cansada, más que hastiada, de lo que se le pedía como una mujer noble. A veces se encontraba preguntándose, más de una ocasión, si las mujeres plebeyas eran mucho más libres y felices que aquellas atadas al noblesse obligue. Quizá, pensaba ella, las mujeres de la gente común tenían sus propias dificultades, como le había dicho Johanna anteriormente.
Elizabeth pensó que el mundo era injusto, aunque aquel pensamiento era un tanto ya cotidiano en ella; reconociendo que la vida no siempre otorgaba las bondades que las personas merecían ni los castigos que aquellos de espíritu malvado necesitaban para comprender la crueldad de sus actos, a veces su fe se tambaleaba en el silencio de su corazón acongojado.
La puerta de su habitación sonó con dos golpecitos rítmicos que, reconoció, pertenecían a su sirvienta personal; la niña de trece años, con su vestido de colores oscuros y opacos, y su delantal azul, le confirmó que la cena ya estaba servida.
Un impulso dentro de Elizabeth, quien miró el desastre de su escritorio antes de responder, le quiso obligar a negar su asistencia, aunque no lo hizo. En el fondo, pensaba que tal vez sería buena idea seguir los deseos de su familia, y mostrar lo maleducada y poco femenina que era. Porque, si ella era rechazada, ¿no la eximiría de la culpa? Y así, las cosas podrían quedarse tal y como estaban... Sí, en efecto, esa era la mejor idea que había tenido.
Una sonrisa pícara apenas perceptible se levantó en sus labios rosados cuando la idea cruzó por su mente.
Definitivamente, aquel sería su mejor curso de acción: ser simplemente Elizabeth, no la careta de dama noble que usaba en los eventos sociales, si no su yo real, el que sólo conocían Hugh y Lazarus.