Lazarus

De cómo ella logra que su corazón melancólico vuelva a la vida.

14 de mayo de 1887 

 

Hoy, como todos los días en los que tu presencia milagrosa me es negada, siento que mi corazón lleno de dolor y palabras deprimentes se oscurece un poco más; estos días que no te he visto, se han vuelto eras de melancolía, de palabras navegando en el viento, frágiles, innombrables, buscando la luz que sólo tú puedes darme.  

La soledad estrangula mis días y la transparencia del mundo se me presenta cuando menos lo espero, haciendo que mi corazón, que sólo puede transmitir y recibir oscuridad, se ennegrezca más y más, a la espera de la salvación que sólo tú me otorgas con tus sonrisas preciosas y tus ojos verdes y brillantes, como dos estrellas en medio del horizonte vacío y yerto que es mi existencia.  

¿En realidad, sigo vivo? A veces me pregunto, vagando sin un motivo, despierto en mis noches silenciosas a la espera de que un rayo de luna se transmigre en tu figura, a la espera de noticias tuyas, viviendo por inercia en medio de la melancolía que me acosa en cada hora y en cada minuto que mi ser se atreve a existir en esta soledad que me causa no verte.  

Y cuento los días y las horas, maldiciendo al reloj que no apresura sus pasos; ¡soy tan avaricioso! Cuando me doy cuenta, sin querer, me encuentro consolándome a mí mismo, excusando esa avaricia con la bruma fatídica que se encuentra ante mí.  

¿Te he dicho que la música, incluso, pierde tono cuando tú no estás? Mi padre, eterno necio, ha enviado a un maestro el día de ayer, para alegrar mis días en zozobra... Desgraciadamente para ese padre cuya resignación aún no ha llegado, el sonido languidecía ante mi indiferencia por el mundo que me rodea si no estás tú, iluminándolo todo.  

Sin embargo, en sus claroscuros, encontré una belleza deprimente que me hizo pensar en mis días a tu lado, anhelando que tú te deleitaras con esos sonidos los cuales mi comprensión no alcanza a descifrar, esos tonos alegres cuyas notas parecen ser expulsadas de mi mente fatídica y gris.  

¿Qué dirías si escucharas a ese maestro y sus obras dedicadas a la belleza del mundo moderno? Tal vez sonreirías; quizá, tu bella voz tararearía las canciones de vez en cuando, danzando entre la hierba y las flores como cuando éramos niños.  

Y todo es fantasía en mi mente divagante y aburrida, no obstante, me gustaría regalarte la música misma, reflejo de tu existencia. Porque, Elizabeth, tú eres la música de mis días, mi luz, mi sol, mi luna brillante en medio de la oscuridad que es el mundo.  

 

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Elizabeth intentó mirar los ojos esquivos de Lazarus; aquella mañana, especialmente, él no había estado muy hablador, sobre todo cuando ella recién llegó a la finca en la que el joven Hastings se había autoexiliado, con su rostro radiante en una sonrisa que, a los ojos de Lazarus, tal vez auguraba algo terrible que él no quería saber.  

Caminando hacia atrás, como si no le importara su propia seguridad, y las plumas y listones de su sombrero danzando con el viento primaveral del jardín, Elizabeth había intentado ver los ojos del rostro malhumorado de su amigo.  

Ella pensó que tal vez él se encontraba en tal estado debido a su abandono; no es que no lo entendiera, ella también se había molestado al no poder visitarlo como siempre, siendo obligada a aminorar sus encuentros cuando unas semanas antes había aumentado el número de días en los que iba a verle.  

Si por ella fuese ambos estarían viendo sus caras diariamente, no obstante, la tozudez de Lazarus con respecto a no volver a la casa de su familia en la ciudad era un gran impedimento para ello. Cierto era que entendía el por qué su preciado amigo no quería volver a esa casa, pues, aunque su padre era dadivoso y amable con él, sus hermanos no eran el mejor retrato de amor filial y su madre estaba demasiado ocupada pensando en el futuro de sus otros hijos como para darle un poco de atención.  

Las familias no siempre son unidas, eso es lo que sabía Elizabeth, y era mejor que cada una resolviera sus asuntos a puertas cerradas, aunque a veces quería ir y reclamar a todos aquellos que habitaban en la casa Hastings y que no pensaban en el bienestar de su preciado amigo.  

Robert detuvo la silla de ruedas que empujaba cuando vio que la señorita Claire se paró frente a ellos; con un movimiento demasiado brusco para pertenecer a una jovencita de su edad, Elizabeth colocó sus manos sobre los reposabrazos de la silla, tratando de ver la cara de Lazarus, quien miraba hacia su regazo, donde sus manos descansaban entrelazadas.  

En efecto, la melancolía de Lazarus, aquella mañana, había sido mucho más marcada que de costumbre; y parecía ir en aumento entre más horas pasaban, a veces, observando a Elizabeth en silencio, como de costumbre, para simplemente suspirar luego. A veces, parecía que quería decir algo, sin embargo, sus labios dudaban y las palabras morían en su garganta.  

Cansada del mutismo extraño de su amigo, ella decidió empujarlo a responder; los ojos de Elizabeth buscaron incansablemente la cara de Lazarus, mirándolo intensamente, como si al hacer aquello pudiese leer sus pensamientos.  

Robert, aunque pensó en protestar, dejó que las cosas fluyeran. El viejo mayordomo conocía los sentimientos del señor al que servía; tal vez, pensó él, que su joven amo fuese un poco más egoísta sería bueno, aunque obviamente intervendría si hubiese una situación que dañara la reputación de la señorita Elizabeth.  

Estando en la privacidad de la finca, como únicos testigos los cisnes del lago y los sirvientes personales de los jóvenes nobles, ella podía actuar como quisiera bajo los límites pertinentes, claro.  

—Lazarus... ¿me vas a decir qué es lo que te ocurre hoy? —La voz de Elizabeth parecía molesta, aunque no había subido el tono como para mostrarlo.  




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