Preciado amigo mío, Lazarus.
Entiendo que seguramente esperabas mi visita antes que tarde en cuanto volví a la ciudad, no obstante, me temo que me es imposible acudir a tu encuentro a pesar de desearlo grandemente, al menos por ahora. Y no es porque de alguna manera quiera evitar confrontarte debido a las decisiones que he tomado y que seguramente mi hermana te contará, sino porque en realidad quiero darle un poco de espacio a Elizabeth.
No me gustaría amargar más tus días con mis noticias, pero creo que es preciso que te informe, sobre todo porque abogando a tu buen corazón y al cariño que sé le profesas a Elizabeth, me apoyes para hacerla entrar en razón; entenderé si tus inclinaciones al respecto son negativas, sin embargo, sabes que todo es por el bien de nuestra preciada Beth.
El día de mi regreso, luego de meditar profundamente al respecto, sobre todo por las noticias que se expandieron como la pólvora misma al respecto de sus travesuras en pos de mantenerse en soltería, decidí renuente que el tema de su futuro debería ser llevado por mis propias manos; podría sonar pretencioso, tirano y cruel, empero, mis sentimientos al respecto deben ser mantenidos a raya y pensar en el bien que le haré en el futuro.
Tú sabes, amigo mío, que me pesa actuar de esta manera; mi padre nunca fue estricto, prodigándonos de amor y libertad, cosa que al final terminó siendo contraproducente en este tiempo donde debo pensar cómo se me pide, siendo la cabeza de la familia preocupado por el futuro de quienes dependen de mí, antes que un hermano mayor.
Tú mismo has experimentado esa sensación presurosa de garantizar el futuro de Elizabeth al conocer lo que deparan los días por venir, y espero que con esa claridad con la que expresaste tus deseos y aceptaste la dura carga que se imponía sobre ti al reconocerlos, seas un pilar de apoyo para ella en este momento, tratando de consolarla y consolarte a ti mismo mientras cumplo mi papel terrible en este teatro grotesco en el que debemos participar como nobles, como hermanos y como amigos que han de separarse no por gusto.
Tal vez mis exigencias sean dolorosas, si es así, lo lamento, hermano del alma. Trataré de verte lo más pronto posible, esperando a que la ira de mi hermana aminore y así no amargar tus días, enfrascándote en una discusión a la que no perteneces, pero que sé te importa.
Con cariño, tú siempre amigo, Hugh.
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Ella bufó, mirando por la ventana del carruaje; los árboles del camino rural hacia la finca de Lazarus parecían caminar al lado de la carretera, pintando de verde su horizonte, un color que antes exhalaba vida y que ahora se le hacía sombrío. El cielo, azul y claro con apenas nubes en él, se le hizo oscuro... no era una oscuridad plomiza y tranquila como la de Lazarus, si no una llena de desesperación y sinsentido.
Por supuesto, estaba no sólo desanimada, una tela de depresión se le había incrustado en los ojos y parecía no querer irse, por ello es que esa mañana salió mucho más temprano de lo acostumbrado hacia donde vivía su único y mejor amigo, tal vez la única persona que la entendía en realidad.
En poco tiempo la imagen de la construcción vieja y apartada se observó en el horizonte, hasta que se perdió en la vuelta del carruaje, pero ella sabía, permanecía ahí, con Lazarus a la espera con sus ojos tristes y calmados.
Aún no era el medio día; había llegado antes siquiera del desayuno, pues partió con el alba.
En otras ocasiones, en otras circunstancias, ella habría esperado para entrar a la habitación de Lazarus debido a la hora, pero en ese momento no le importó si él todavía estaba con ropa de cama o durmiendo. Abrió las puertas de aquella habitación que no parecía realmente la de un heredero del duque, e ingresó con su sirvienta y el mayordomo de Lazarus a sus espaldas, tratando de contenerla, aunque sabían, no era posible.
Como un sol radiante, ella entró con la luminosidad de sus ojos verdes bajo las pestañas largas y pobladas, aunque la sonrisa de siempre se había ido... Empañada por el velo de la incertidumbre de lo que le deparaba el destino con respecto a su decisión y lo que debía hacer para lograr su cometido.
Tal vez era porque se había encerrado dos días en su habitación luego de que su hermano y ella discutieran, pero se veía más pálida, más etérea que de costumbre; Lazarus la miró, silencioso y asombrado como siempre. Nunca esperó que ella llegara a su hogar a esas horas, sobre todo al saber lo que había ocurrido.
El joven heredero del duque todavía recordaba que cuando ella era niña y hasta su temprana adolescencia, cuando ocurría algo que la molestaba o la deprimía, ella entraba en un trance melancólico que no se iba hasta que el tiempo hacía lo suyo; en efecto, la ligera depresión se veía en su rostro delgado de labios rosados, pero no en sus ojos.
Su brillo, tan radiante como el sol mismo, permanecía allí, luchando.
Fue entonces que Lazarus supo, se dio cuenta de que Elizabeth ya no era la niña que lloró por él en su doceavo cumpleaños, pidiéndole a Dios un milagro. No, ella se había convertido en una mujer, en un algo más allá que una mujer.
Por supuesto, él hacía mucho tiempo que la amaba como un hombre ama a una dama, pero todavía la imagen frágil de ella en su mente había permanecido, contrario a lo que sucedía ahora. En ese momento, ella parecía un roble viejo y hermoso, inquebrantable, cuyas ramas que se mecían por el viento llamaban a su melancolía, y, sin embargo, inmutable ante las estaciones y los años.