Lazarus

De cómo la familia es aquella que habita en tu corazón.

 

6 de junio de 1887 

 

Hacía mucho tiempo que no me sentía así; esperanzado, mi padre me ha solicitado, más bien casi suplicado, que asista a la celebración de compromiso de Martin. Sé bien que mi pequeño hermano simplemente extendió la invitación oral a mi padre por cortesía y tal vez un tanto de avaricia, y, sin embargo, la misma Elizabeth también desea que asista, por lo que estoy en una encrucijada, debatiendo si puedo, o debo, o si quiera deseo asistir.  

¿Qué valor podría tener mi presencia, si no demostrar que Marcus tiene asegurado el ducado? Yo lo sé, no hay mayor motivo que ese desde que mis hermanos pequeños y mi persona nos hemos distanciado. ¿Qué puedo decir al respecto si me niego siquiera a asomar la cabeza a la casa principal? ¿Hablar sobre cómo mi decisión de vivir solo nació de la petición de Marcus, porque mi rostro asustaba a su prometida? ¿Y qué puedo decirle a ella, preguntar siquiera, sonriente e hipócrita como me lo pide la sociedad noble, sobre si ya ha superado su miedo a contagiarse de lo que sea que yo sufra? ¡Ay de mí! Rodeado de ojos y bocas que ocultan su veneno, me piden asomar mi cabeza para ser juzgado... ¡Incluso Elizabeth, mi luz, lo ha pedido con sus ojos brillantes!  

Y bien lo sé, mi aura miserable sólo la hará pasar amargores, y mi aspecto pálido y fantasmal sólo atraerá sonrisas veladas y comentarios sobre mi futuro próximo. ¿Por qué he de asistir, entonces? ¿Para ayudar a mi hermano en su posición de heredero no proclamado? ¿Para dar a luz la cháchara de aquellos que, en su ocio, no tienen más que ver lo que sucede en familias ajenas?  

Ay, Elizabeth, Elizabeth... ¡Mi preciada hada diurna! ¿Por qué, en tu infinita belleza e inocencia me tienes que pedir por tales tragos difíciles? ¿qué hacer entonces, si tú lo pides, salvo presentarme como el hijo pródigo y afianzar a Marcus en su lucha por la sucesión? Tal vez la sombra de tus ojos sea suficiente para sentirme querido durante la velada; tal vez tus manos cálidas y firmes sean suficientes para cubrir mis oídos, y figura luminosa y flotante sea la venda que cubra mis ojos. Y así, ciego, sordo y mudo, podré estar tranquilo en el mar infinito de ojos fríos y avariciosos.  

En la antesala de la ansiedad, todavía estoy reacio a volver a esa casa donde conocí a la luz de mi existencia; he visto a Robert ir y venir con ropas que nunca supe que poseía... Si bien, el nudo de la inquietud y los malos recuerdos se aísla en mi estómago, también está allí la llama tenue como la de una vela exangüe, algo parecido a la esperanza y el anhelo.  

¿Qué pensarás de mí, querida Elizabeth, si me miras por primera vez vestido como los señores en los bailes y fiestas sociales? ¡Oh! Mi corazón lo sabe, soy un tonto iluso, pues no tengo ni belleza ni porte siquiera para simular ser uno de esos varones populares... pero mi pecho no puede evitar inflamarse al pensar que tan sólo por un segundo tus ojos se fijen en los míos y me sonrías, no como a un hermano o a un amigo, si no como a un hombre.  

¿Podría ser más tonto? A veces, muy dentro mío, me burlo de mí mismo, aplastando mis imaginaciones infructíferas. 

 

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La llegada del joven Lazarus a la casa principal de los Hastings en la ciudad fue bastante comentada; en su carruaje negro sin ventanas, tan parecido a un coche fúnebre modesto, llegando al atardecer tardío, con el cielo pintado de fuego y violeta, como las llamas del inframundo. Con los caballos a paso lento como si de verdad trajeran consigo un cadáver, toda la ciudad fue testigo del desfile extraño de aquel carruaje silencioso, pesado y lento; los rumores pronto se extendieron, argumentando que incluso el cochero parecía un espectro vestido funestamente con los colores sombríos de la muerte pálida y terrible.  

Tal vez, de toda la ciudad, la única persona que no tenía miedo o que no se compadecía de Lazarus era Elizabeth, quien había partido a la casa Hastings para darle la bienvenida, acompañando al buen duque Hastings y padre de Lazarus, como si ella fuese su prometida.  

Ciertamente en años anteriores había rumores al respecto de cómo ella parecía ser la novia desdichada del moribundo heredero del duque, aunque se disiparon con el tiempo, sin siquiera imaginar que al menos uno de esos jóvenes que estaban involucrados en el rumor anhelaba tal cosa.  

Una gran silla de madera, no de mimbre, y tapizada con telas suaves y acolchadas estaba esperando tras la figura del duque de Hastings; pese a lo que se podría pensar, nadie más de la familia lo había acompañado, sólo Elizabeth y Hugh, aunque este último estaba a una buena distancia de su hermana menor, siendo que ambos todavía estaban molestos uno con el otro a tal grado que la joven dama había llegado por su cuenta a la casa Hastings un poco antes que su hermano mayor.  

Pronto, el carruaje negro cruzó las rejas de hierro de la mansión y llegó lenta y pesadamente a las puertas principales, donde la delegación formada de las personas que amaban a Lazarus le esperaba.  

Lazarus, durante el camino, se había sentido intranquilo. El carruaje pesado lo había enviado su padre mismo para evitar que se lastimase con el vaivén de los comunes, y las ventanas se habían mantenido cerradas porque la luz y el viento le molestaban. Él sabía la imagen que estaba dando al llegar con semejante cosa fúnebre, pero había un cierto rastro de complacencia en ello; al menos dejaría un recuerdo en el mundo tras su muerte, aunque ese recuerdo fuese extraño, misterioso o provocase temor.  

El rictus de la ironía lo acompañó en su corto viaje, hasta que la puerta del carruaje fue abierta. Más allá, bajo la luz naciente de las antorchas y el agonizante cielo del atardecer, encontró la encarnación de la luz misma: Elizabeth.  




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