Lazarus

De cómo un reencuentro simple puede amenizar una noche larga

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Ayer tú me dijiste, en medio de mis arrebatos crecientes sobre mi destino, mientras mis ojos nublados por la amargura y el ataque cotidiano de la muerte me hicieron perder la razón por un momento y quise quedarme sólo y en silencio en esa habitación que antaño había guardado mis sueños y que en ese momento se me mostró como un cruel recordatorio de mi yo actual... Ayer me lo dijiste, con tus ojos verdes brillantes como una candela a mitad de la noche ominosa, como una vela encendida en un funeral silencioso...  

Me dijiste que en realidad nadie está viviendo, si no que todo mundo está muriendo inequívocamente; tú, yo, la hierba que pisas con tus pies descalzos. ¡Y aun así te preguntas el por qué mi llanto llegó hasta mis ojos! ¿Por qué, por qué tú con tu presencia tranquila, vienes a deshacer incluso mis horas más oscuras?  

“Tú, yo... todos morimos lentamente, aunque pensamos que estamos viviendo. Algunos lo hacen más rápido, otros, felices, ignoran ese hecho. Y tú, Lazarus, eres de las pocas personas conscientes de ello...” Me dijiste, suspirando al final como si lo que señalaras fuese una verdad que todo mundo debería conocer. Tal vez tu lógica, tan avanzada incluso para mí, quien no comprende lo que tus ojos ven más allá del umbral de un humano poco menos a lo común como lo que soy, es tan cercana a los ángeles que por ello es tan aplastante y tranquilizadora.  

Y tienes razón, Elizabeth, querida mía, estamos muriendo, como las flores que se marchitan en el otoño para no volver jamás. Morimos lentamente como la nieve que cae y se derrite en los días cálidos de la primavera, dejando sólo tras de sí los brotes que resguardaron en los días oscuros del solsticio, en el final de la estación fría y descolorida, para que esos brotes, en un futuro, pinten el mundo con sus colores.  

No obstante, yo no dejaré ningún brote, estoy seguro, pese a tus palabras tan lógicas y certeras; al menos, no un brote físico. Me conformo con dejar una hoja seca en tus pensamientos y en la vida de quienes me rodean, sin aspirar a nada más. No puedo permitírmelo, así lo desee.  

Así tus palabras me inciten al deseo vano de sembrar una semilla que permanezca en el mundo después de mi despedida.  

Elizabeth, tus manos cálidas me trajeron un sueño ligero, tan ligero como tus palabras, pero sólo eso es: Un sueño en la antesala de la despedida.  

 

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Él no estaba acostumbrado a las aglomeraciones, ni al ruido de los murmullos, como las hojas arrastradas en el viento, cuyas palabras lentamente, como si fuese adrede, aterrizaban en sus oídos.  

Tal parecía que los invitados a la fiesta de compromiso de Marius, su hermano menor inmediato, creían que él estaba sordo también.  

La incomodidad del hecho de estar en los labios de más de la mitad de la gente que se había presentado a la tertulia no era su principal preocupación, en cambio; no, en realidad él estaba más preocupado al respecto del claro y radiante rostro ruborizado por la molestia de Elizabeth en contra de quienes habían empezado con los rumores.  

—¡¿Y quiénes se creen ellos?! —Exclamó Elizabeth casi en voz alta; ante sus ojos, ella se veía hermosa, mucho más de lo que ya era de por sí.  

—Bueno, entiendo un poco su postura, en realidad... —Respondió él con su típica manera esquiva, sin poder mirar más allá de sus manos apoyadas en su regazo. No es que pudiera hacer mucho al respecto de todos modos.  

—¡Lazarus! Deberías estar, si no molesto, ¡al menos indignado! ¡No eres un escalón que tu hermano o cualquiera pueda pisar tan tranquilamente como lo dicen! —Ella se había acercado peligrosamente a su rostro, obligándolo a mirarla. Si estuvieran a mitad del salón como hasta hacía poco tiempo, justo antes de escuchar los rumores y optar por salir un rato a tomar aire fresco, probablemente el acto hubiese alimentado las habladurías. No es que a Elizabeth le importara aquello, pero para Lazarus sería una traición a ella y su felicidad futura.  

La noche estrellada los acogió, y a las quejas de Elizabeth, con el viento fresco que aminoraba la calidez del final de primavera; las luces del jardín ardían en pequeños quinqués colgantes en postes de madera pintada de negro, dejando ver las rosas amarillas que adornaban los macetones y las hojas coloridas de las colias que estaban plantadas a lo largo del camino de piedra que llevaba a un pequeño laberinto.  

—No es que pueda hacer mucho al respecto, de todas maneras, Beth. —Trató de apaciguarla un poco, o tal vez ella terminaría entrando a entablar una lucha verbal en vano con cualquiera que repitiera los murmullos que había escuchado. —Además no es que me importe. Las únicas palabras maliciosas que podrían afectarme son sólo las que pueden salir de tu boca o la de Hugh.  

Los ojos severos de Elizabeth se suavizaron; ella siempre había sido blanda con Lazarus, y él siempre había sido lo más sincero que podía. Tal vez para muchos que los observasen, su relación pareciera condescendencia pura entre ambos, pero en verdad no era así, al menos no del todo. Cierto era que ambos se deleitaban cediendo y dándole la razón al otro, pero también había momentos en los que se enfrascaban en pequeñas batallas que pronto se extinguían ya sea por el amor de él hacia ella, tan palpable y latente, como por el amor disfrazado de cariño fraternal que ella sentía hacia él.  

—Además, probablemente la familia de la novia debe estar molesta porque se han visto obligados a venir al ducado de mi padre en plena temporada social. Imagino que la señorita de Sajonia debe estar lo suficientemente molesta como para permitir tales atropellos a alguien de su misma línea de sangre. —Susurró Lazarus mirando la luna menguante. La noche sin nubes les daba una maravillosa vista a las estrellas, permitiéndole a Lazarus posar su mirada divagante en ellas como una excusa para evitar su natural nerviosismo ante su estrella más radiante y viviente que estaba junto a sí.  




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