DEVASTACIÓN
ASTORATH
"No te fíes de tu confianza, por que tu confianza te puede traicionar."
Astorath, el sempiterno.
La venganza de Dannae tardó dos meses en llegar. Fueron casi nueve semanas de atravesar de forma imprudente las mareas del terrible océano, de cruzar los tormentosos obstáculos que infringían los peligros del mar sin tener apenas en cuenta la seguridad o el control. Perdieron naves, perdieron vidas, pero no perdieron el tiempo. La realidad retembló a su paso.
La primera nave salió de la neblina de forma explosiva. Al salir acelerada de la herida de la reentrada, pareció surgir de la nada como una lanza gris que dejara a su paso un rastro de energía del color de la locura que seguía la gigantesca embarcación. Los guerreros de Astorath rugieron con furia cuando observaron las islas que alguna vez habían albergado vida. Muchas de aquellas islas eran epitafios derruidos sin vida, negros y carbonizados.
La peligrosa aceleración que la impulsaba envió una oleada de temblores a lo largo de sus huesos metálicos, pero la nave siguió sin frenar su avance. A su paso dejaba una estela blanco azulada. La proa de la nave tenía forma de ariete colosal, y estaba rematada por una figura de un martillo y un crozius, ambas armas entrecruzados a la vez. Como manchas grisáceas de menor tamaño. Otra andanada de naves aparecieron detrás de la nave insignia. Al principio fueron muy pocas, pero luego pasaron a ser una docena, luego una flota, y finalmente, una armada. Ciento dieciséis naves, una de las mayores concentraciones de fuerza que jamás se hubieran reunido bajo la mano de un Imperio, eran muchos, los suficientes para destruir Noxus en un asedio, los suficientes para eliminar la vida y toda clase de amenaza. Y siguieron llegando más, que arrasaron la membrana que separaba ambas realidades al surgir de entre las brumas en un intento por mantener el paso de la gloriosa nave insignia.
La armada gris avanzó en formación dispersa. Las naves más lentas se colocaron en retaguardia mientras se acercaban hacia una isla en concreto, una isla de color verde y azul y que ahora tenía un matiz oscuro. Sencillamente oscuro.
Una isla que ya estaba rodeada por otra flota.
Una de las naves de la armada era una embarcación poderosa por derecho propio, pero quedaba empequeñecida por la nave insignia que marchaba en vanguardia. La nave era una barcaza de batalla llamada Slu’da. El nombre se traducía como «Surgido de la Ruina». En el dialecto de Cartage, la tierra natal de la nave, se traducía a partir de las raíces protohumanas como «Surgido de la Niebla».
El estremecimiento que sacudía la estructura de la nave disminuyó a medida que se asentaba en la tierra inerte. El capitán de la Nave insignia se levantó de su recargado trono de mando mientras la nave se liberaba de las últimas ataduras de la niebla oscura que derruía la visibilidad. El trono se alzaba sobre el centro de un estrado. Estaba fabricado de acero negro y marfil tallado, y tenía la superficie cubierta de rollos de pergamino con plegarias. En los peldaños que llevaban hasta el propio estrado se encontraban otras tres figuras, todas ellas con una armadura de combate de color gris granito. Ninguno de los guerreros apartaba la mirada de la ciudad perfecta, Cartage era una visión dolorosa, gente quemada, con expresión de miedo en sus caras.
La escena que se desarrollaba en aquella visión era propia de un caos sin parangón. La flota estaba perdiendo el orden y la cohesión antes incluso de entrar en combate con el enemigo, como si la ira que embargaba a todos y cada uno de los capitanes se estuviera transmitiendo de forma directa a la trayectoria de sus respectivas naves de un modo absolutamente irracional, en un momento en el que era necesaria la mayor concentración posible.
La armadura del señor de la primera compañía zumbaba cargada de energías arcanas. Aquella armadura estaba decorada de un modo mucho más profuso que la armadura de cualquier otro legionario, y en ella, el señor de la compañía Melgator mostraba sin pudor ni contención una declaración de todas sus hazañas. Los grabados minuciosos que mostraba en las hombreras eran, en realidad, escritura cuneiforme de Cartage, y en ellos se narraba en verso su lista de victorias y el número de enemigos muertos a sus manos. Sobre la hombrera izquierda, encima de la poesía de escritura cuneiforme, había un libro abierto esculpido en bronce con las páginas en llamas. Cada lengua de fuego era, en realidad, una pieza de hierro rojo tallado a mano que luego se había soldado artesanalmente al propio libro. Bajo la luz adecuada, las páginas de metal daban la impresión de arder con las llamas de hierro.
Los ojos de todos los guerreros, los siervos y los esclavos estaban clavados en la isla central llamado Cartage, y en la capital de aquella isla, que antaño había sido una de las más hermosas visiones, ahora era una tierra muerta. En cierto modo, todavía lo era, aunque había quedado convertida en una mancha negruzca que oscurecía la cuarta parte de la isla.
Los rasgos del rostro de Setran Melgator parecían tallados en un trozo de piedra metamórfica. Setran Melgator permanecía con una expresión de asombro.
Uno de sus antiguos lugartenientes, el capitán Vhadin, le dijo en una ocasión que su rostro cubierto de cicatrices era «la crónica de unas guerras que nadie quería librar». Melgator sonrió al recordarlo. Le gustaba que Vadhin intentara hacer comentarios ingeniosos.
Melgator salió de su momentáneo ensimismamiento en el pasado y se concentró de nuevo en el presente, pero siguió sin saber exactamente qué era lo que estaba viendo. El resto de las naves se habían desplegado en una formación de ataque diseminada, y muchas de ellas seguían acelerando. Las de escolta y de exploración estaban aminorando la velocidad de un modo evidente a medida que perdían el empuje que les habían proporcionado.