ADARA
La lluvia caía con fuerza contra los grandes ventanales de mi oficina. Ese sonido monótono y persistente, normalmente calmante, aquel día solo lograba acentuar la pesadez en mi pecho. Observaba constantemente el reloj en la pared: las manecillas avanzaban con la lentitud de quien no tiene prisa por llegar a ningún lado.
Llevaba ocho años de “feliz” matrimonio con Travis, un hombre que mi familia consideraba "adecuado para mi". La palabra adecuada era la favorita de mi madre. "Haz lo adecuado, Adara", dijo en mi adolescencia, y continuó con su discurso hasta que logré entrar en la universidad.
El problema es que hacer lo adecuado me había llevado a un matrimonio que se sentía como una camisa demasiado apretada, que no me dejaba respirar. Me había casado por obligación, más por el peso de las expectativas y no por amor.
Aquella tarde, sentada en mi escritorio, me preguntaba cuántos días más podría soportar así. Perdida en mis pensamientos, no escuché los pasos hasta que alguien tocó la puerta y me sacó de mi ensimismamiento.
—¿Profesora Swits? —preguntó una voz masculina, segura y un tanto desafiante.
Levanté la vista, y allí estaba él, con una sonrisa en los labios y una mirada de quien sabe que tiene toda la atención de los demás. Lo reconocí de inmediato: era el profesor de matemáticas, James Demons, el nuevo integrante de la facultad. Las miradas de las mujeres en la universidad lo seguían a cada paso; tenía esa fama de ex mujeriego que no podía ocultar, y, para ser sincera, no me había molestado en confirmar o desmentir los rumores.
—Sí, soy yo —respondí, tratando de mantener un tono profesional.
Él entró y me tendió una carpeta con varios papeles. Mientras lo hacía, observé que tenía un aire despreocupado, como si el peso de las reglas y las expectativas no le importara en absoluto. Esa forma de ser contrastaba tanto con mi vida que, por un instante, envidié su libertad.
—Tengo entendido que la junta de profesores se ha adelantado para mañana —comentó mientras me entregaba los documentos—. Así que… estos son algunos puntos que quiero plantear, especialmente sobre las clases conjuntas que sugirió el decano.
—Claro, gracias —contesté, hojeando los papeles sin realmente leerlos.
Él notó mi distracción y no perdió la oportunidad de lanzarse a la conversación.
—Sabes, he escuchado que tienes mucho éxito con tus clases de historia. Los alumnos siempre mencionan que tus clases son las más fascinantes—. La calidez de su elogio me tomó por sorpresa. No estaba acostumbrada a recibir comentarios así, y menos de alguien como él.
—Bueno, trato de hacerlas interesantes… No todos están muy entusiasmados con el Imperio Romano, ¿sabes? —respondí, intentando sonar un poco divertida y darle un toque ligero a nuestra conversación.
Fue la primera vez que vi una chispa de interés sincero en su mirada.
—Yo era uno de esos. Nunca entendí por qué se gastaban tanto tiempo en enseñarnos historia. Todo lo que yo siempre necesité fueron números, pero… tal vez contigo en mi clase las cosas hubieran sido diferentes.
Su comentario me hizo sonreír, y, por un momento, olvidé todo lo que solía envolverme. Era como si sus palabras hubieran atravesado esa muralla invisible que sin saber había levantado.
— ¿Qué te hizo elegir matemáticas? —le pregunté, genuinamente curiosa.
—Tal vez fue un cliché, pero a mí me gustaba la lógica. Siempre supe que no tendría que lidiar con todas esas emociones enredadas que complican la vida. Los números son precisos y claros. No hay dudas, no hay errores si sabes qué estás haciendo—. Su respuesta me dejó pensativa.
«si me hubiera casado con alguien como él, mi vida sería tan clara como un problema de álgebra.» Sacudí mi cabeza para alejar aquellos absurdos pensamientos.
—Eso suena… conveniente —musité, sintiendo un dejo de nostalgia.
Pude sentir su penetrante mirada en mí, su expresión pasó de ser despreocupada a curiosa, casi con ternura, como si percibiera algo de mi vida a través de mis palabras. Fue en ese momento cuando sentí una especie de conexión que no había experimentado en años.
—A veces lo conveniente no es lo que necesitamos. Al menos, así me lo parece ahora —dijo, bajando un poco la voz—. ¿Me equivoco?
Sentí un nudo en la garganta. Había hablado como si supiera lo que yo llevaba meses intentando esconder incluso de mí misma. La incomodidad que sentía, el vacío que había aceptado como parte de mi matrimonio, se materializó en ese instante, y por primera vez me sentí expuesta.
—No es tan fácil como parece, James —murmuré, sin atreverme a mirarlo.
—No tiene por qué serlo —respondió, suavizando su tono—. Las cosas que más valen la pena no son fáciles, y por ello mismo es que tienen más valor.
Nos quedamos en silencio, y el peso de sus palabras quedó flotando en el aire entre nosotros. En ese momento, algo cambió. Fue como si él me hubiera dado permiso para reconocer esa incomodidad en mi vida, y aunque solo era una conversación casual, sentí una especie de alivio.
Finalmente, él rompió el silencio.
—Bueno, no quiero quitarte más tiempo. Espero que los documentos te sean útiles para la reunión de mañana.