Las antorchas ardían con un resplandor dorado, reflejándose en los muros de obsidiana del castillo de Dravenhall. El aire estaba impregnado con el aroma a especias y vino derramado, vestigios de un banquete que nunca llegaría a su fin. Sariah Draven, ataviada con una túnica azul oscuro, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo no estaba bien.
Un grito rasgó la calma de la noche. Un estruendo de acero chocando contra acero se propagó por los pasillos. La traición había llegado a su hogar.
Corrió por los pasillos con el corazón latiéndole en la garganta. Las sombras bailaban en las paredes mientras los soldados enemigos irrumpían en las habitaciones, acabando con su familia uno por uno. Sabía que debía encontrar a su madre, pero cuando llegó a la gran sala del trono, la imagen ante ella la dejó paralizada.
Su padre yacía en el suelo, su capa roja empapada en sangre. A su lado, su madre sostenía una daga con las manos temblorosas, lista para defender a su última hija.
—Corre, Sariah —susurró la reina, con los ojos llenos de lágrimas.
Pero Sariah no quería correr. Quería luchar. Quería vengarse.
Y entonces, lo sintió. Un rugido en su alma, un fuego naciendo en su interior. Desde las profundidades del castillo, una criatura despertó.
Los dragones habían sentido su furia.
El rugido de la bestia estremeció los cimientos del castillo, sacudiendo los vitrales y haciendo temblar la piedra. Los invasores se detuvieron por un instante, el miedo reflejado en sus rostros. Sariah sintió la llamada, la conexión con la criatura ancestral que dormía en las catacumbas de Dravenhall. Su madre la miró con desesperación.
—¡Debes irte! —gritó, empujándola hacia una puerta oculta tras el trono.
Pero era tarde. Un grupo de soldados entró en la sala, armados con lanzas y espadas manchadas de sangre. Su madre alzó la daga, pero un golpe certero de una alabarda la hizo caer al suelo. Sariah gritó, sintiendo cómo la furia ardía dentro de ella.
El rugido del dragón se intensificó y, de repente, el suelo tembló. Una explosión de fuego emergió desde las grietas del castillo. La piedra se agrietó y una pared entera se desplomó, revelando un túnel oculto. Desde las profundidades, unos ojos dorados se abrieron paso entre las sombras.
Era un dragón. Su dragón.
La criatura emergió de la oscuridad, su silueta iluminada por las llamas que danzaban a su alrededor. Las escamas negras como la medianoche reflejaban la luz con un fulgor peligroso. Sariah sintió la conexión entre ambos. No era la primera vez que soñaba con él, pero ahora estaba aquí, en la realidad, reclamándola como su jinete.
El líder de los soldados enemigos sonrió con crueldad, creyendo haberla acorralado. Pero Sariah ya no era una princesa indefensa. Sus dedos se cerraron en un puño y el fuego respondió a su llamado. La criatura rugió, extendiendo sus alas majestuosas, y con un solo batir, las llamas se propagaron, devorando a los invasores.
Sariah saltó sobre la bestia sin dudarlo. El dragón alzó el vuelo, rompiendo el techo del castillo y elevándola hacia la noche estrellada. Abajo, su hogar ardía, su familia había sido masacrada, pero ella aún vivía.
Y juró, sobre las llamas de su destrucción, que regresaría para vengarse.
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Editado: 23.02.2025