Este capítulo forma parte del capítulo 14 del tercer libro, titulado: Bienvenido a casa.
Adams:
Calor, mucho calor…
Gritos…
Dolor…
Fuego…
No sé dónde estoy; apenas puedo moverme, pues mi cuerpo no obedece las órdenes de mi cerebro. La piel me arde, los músculos me duelen. Mi lobo está dormido o al menos eso espero porque no consigo sentirlo; me aterra pensar que pueda haber muerto.
Intento abrir los ojos, pero es en vano.
Creo escuchar la voz de Sam mas no entiendo lo que dice. El desespero me invade y, aun así, no consigo despertar del letargo en el que me encuentro.
Mi mente es una nebulosa. Por un momento creo ver a Sam; incluso me parece que sostengo una conversación con él y con otro tipo que en mi vida he visto y al mismo tiempo siento que mis ojos no se han abierto ni un ápice.
No entiendo nada.
El olor a quemado invade mis fosas nasales, el calor es demasiado intenso y empeora cuando siento mi cuerpo arder. No es excesivamente doloroso, peor se siente el resto de mi cuerpo que parece haber sido víctima de torturas interminables. He sufrido varias a lo largo de mi vida como para saber cómo se sienten.
La respiración se me dificulta; el aire no llega a mis pulmones y comienzo a boquear con desespero con la esperanza de aliviarlo y cuando siento que caeré nuevamente en la inconsciencia o, peor, que moriré, despierto.
El aire llega a mí de repente y me incorporo. Mis ojos se abren por fin, aunque al inicio no consigo ver nada, solo oscuridad. Mi corazón late con fuerza contra mis costillas y me preparo para reaccionar en caso de estar en peligro.
—¿Adams? —pregunta una voz que conozco bastante y me obligo a relajarme mientras mi visión se recupera.
Busco a la chica que sonríe con dulzura.
—¿Me reconoces? —Vuelve a preguntar Vitae y asiento con la cabeza como única respuesta, pues mis habilidades lingüísticas parecen no haber despertado aún.
Miro a mi alrededor y veo la preocupación dibujada en los que me rodean, el Sanador y la Vida y la Muerte en cuerpos independientes. Si no estuviese tan aturdido, creo que ese hecho me sorprendería más. Mi mirada se encuentra con la de mi hermano y se la sostengo por varios segundos. Creo que lo conozco lo suficiente como para saber que está enojado y aliviado al mismo tiempo. A su lado está Sharon, con las mejillas bañadas en lágrimas al verme despierto y un recuerdo fugaz del día en que no dudé en sacrificarme para salvar a Sam, cruza por mi mente. La he lastimado demasiado.
Por último, me encuentro con los ojos verde azul más hermosos que he visto jamás y a los que he extrañado tanto. Jazlyn me dedica una sonrisa mientras sus lágrimas ruedan sin control, sin embargo, antes de que pueda hacer algo, el Arcángel me pregunta si puedo mover mis extremidades.
Regreso mi atención a mis pies y, aunque me cuesta un poco, consigo mover los dedos. No me duele el cuerpo, pero siento que me han pasado por encima mil años. Mi alma parece estar agotada, si es que eso tiene algún sentido.
—¿Crees que puedas levantarte? —Insiste el Arcángel.
—No… —Me aclaro la garganta ante la reticencia en mi voz—. No… lo sé.
Rafael intenta bromear, pero nadie le hace caso y luego me pide que me incorpore con cuidado.
Sintiendo que mi cuerpo pesa diez toneladas, consigo mover una pierna primero, luego la otra, hasta quedar sentado en el borde de la cama.
El Sanador aclara que hace tantas preguntas, pues, aunque para ellos han pasado solo unos días, para mí ha sido mucho más tiempo siendo torturado y tiene que asegurarse de que todo esté bien conmigo.
Pierdo el equilibrio al intentar ponerme de pie y caigo nuevamente sobre la cama. Sharon y Sam dan un paso al frente, pero yo los detengo levantando mis manos. Quiero hacer esto solo y así se los hago saber.
Respiro profundo y cuando vuelvo a intentarlo, consigo mantenerme en pie. Sonrío con orgullo.
—¿Recuerdas algo? —pregunta nuevamente el emplumado.
Frunzo el ceño buscando en mi mente, pero luego del sacrificio, no hay nada; solo oscuridad, mucho, mucho calor. Fuego y dolor.
—El sacrificio —respondo—. Hay algo de oscuridad y luego mucho calor. ¿Estuve en el infierno?
—Sí, ¿lo recuerdas entonces?
—No, o tal vez sí, no sé. —Miro a mi hermano—. ¿Por qué tengo la sensación de que te vi ahí abajo?
—Porque fui a buscarte.
Abro la boca, sorprendido, sin saber qué decir. ¿Qué fue a buscarme? ¿Al infierno? ¿Está loco? ¿Y cómo mierda se lo permitieron?
—¿No recuerdas nada más? —pregunta nuevamente el emplumado, frustrando cualquier intento de queja por mi parte.
Niego con la cabeza.
—Pero lo hará —dice Vitae—. Es cuestión de tiempo.
—No, no lo hará. —Interviene el Arcángel.
Coloca una mano sobre mi cabeza y esa luz blanca que aparece cada vez que usan sus poderes, se adueña de la habitación.