Legnas: la profecía I

6. La Logia

Jazlyn:


Son las ocho de la mañana y ya estoy frente a la cafetería “Grandma” donde acordé verme con Adams para desayunar. Anoche casi no pude dormir, mi cabeza era un torbellino de pensamientos por todas las dudas.


Después de calmarme un poco, fui a mi habitación y me encerré. No quería hablar con nadie; incluso, los deseos de ver el documental se me esfumaron, pero mi madre es testaruda como ella sola y me convenció de abrir. Hablamos durante horas y me contó muchísimas anécdotas de ella y América; hubiese amado haberla conocido.


Según Emily, me parezco mucho a mi madre, dice que cuando me mira cree estar viendo a su mejor amiga, pero que el color de nuestros ojos es distinto. Al parecer, ese verde azul con brillo poco común lo heredé de mi padre y por algún motivo, saberlo me hace feliz.


Después de que mi madre se marchó, no podía dormir por lo que le pedí a mi amigo vernos para desayunar. No tardó ni cinco minutos en contestar y ahora estoy aquí, intentando calmar el nudo en mi estómago y el latir agitado de mi corazón. Necesito reunir el valor para entrar a la cafetería, pero estoy paralizada. 


Observo a Adams por el cristal de la ventana; está sentado en nuestra mesa habitual, mientras degusta su café. Desde mi posición, puedo verlo con claridad, pero él a mí no; lleva un gorro verde olivo que deja asomarse algunas mechas rubias revueltas, una enguatada negra que marca su bien esculpido cuerpo y, aunque no consigo ver la parte inferior, apuesto por un pantalón ceñido y unas botas; pero lo mejor de todo y lo que vuelve loca a Olivia, son sus espejuelos, esos que protegen sus bonitos ojos color miel.


Son las ocho y quince... Maldita sea, qué rápido pasa el tiempo. 


Sabiendo que no puedo seguir retrasando lo inevitable, entro a la cafetería haciendo sonar la campanilla de la puerta. Detrás de la barra está Brandy, el coctelero del lugar, derrochando sus dotes de conquistador con dos jovencitas. Cuando me ve, me saluda con un gesto de la mano y una radiante sonrisa. Ese chico es un amor de persona y un ligón de primera.


Camino hacia nuestra mesa con los nervios a flor de piel y mi amigo sigue ajeno a mi presencia. Está ensimismado viendo cómo se desenvuelve la vida en la Gran Avenida Norte a través de los ventanales.


—Hola, guapo —lo saludo.


—Hola, preciosa. —Nos damos dos sonoros besos en los cachetes como ya es costumbre entre nosotros—. ¿Y este madrugón a qué se debe?


—Necesitaba hablar contigo.


—Mira qué cosa, no me había dado cuenta.


—Ja, ja. Muy chistoso.


—He pedido por ti: tostadas con mantequilla, un jugo de ciruela y un capuchino por si no te bastaba. 


—¿Y cómo sabías que eso era lo que iba a pedir? —pregunto, divertida.


—Porque hoy es miércoles y los miércoles siempre pides lo mismo.


Sonrío, con solo tres años de amistad, este chico me conoce casi más que mi familia. La camarera trae el desayuno y la boca se me hace agua. Delicioso. 


—¿Y qué es eso tan urgente que tenías que hablar conmigo? —pregunta.


Cierto. Me como una tostada con premura y, de mi cartera, saco la bolsita, colocándola encima de la mesa.


—Ayer me encontré esto en la habitación de mis padres.


A pesar de estar concentrada en mi desayuno, no se me escapa el gesto de asombro que cruza su rostro durante unos segundos y como traga saliva con fuerza; de hecho, si no lo conociera lo suficiente, no lo habría notado. ¿Acaso sabe lo que es? No... Eso es imposible.


—Era de mi padre. 


Le relato detalle a detalle los sucesos del día anterior y, para mi sorpresa, él no comenta ni pregunta nada, algo raro, pues es la persona más curiosa que he conocido, siempre hambriento de conocimiento, deseoso de entenderlo todo. Y a pesar de que sé que es imposible, tengo la sensación de que nada de esto le impresiona, de que ya lo sabía.


—¿Tu padre se llama igual que tú? ¿Adams Hostring? 


Me mira, termina su café y continúa mirándome al punto que la incomodidad puede conmigo. Me remuevo en la silla, cohibida ante su escrutinio y si en el próximo minuto no dice algo, juro que exploto.


—No, Jaz. Mi padre se llama Cristopher. El único con ese nombre en mi familia soy yo —dice por fin y yo me desinflo sin esperanzas.


—Pues si no es tu padre, no sé quién puede ser. ¿Seguro que no tienes ningún familiar con ese nombre?


—No, ya te lo dije. Soy el único.


Volvemos a caer en un incómodo silencio en el que lo único que hace es mirarme sin pestañear ni una vez. Cruza sus brazos sobre la mesa y escudriña su alrededor para luego volver a centrar su atención en mí.


Cinco, diez, veinte segundos y continúa mirándome. Está sacándome de mis casillas.


—¿No tienes curiosidad por saber qué hay dentro de la bolsa? —pregunto en un vano intento de que deje de mirarme. Lentamente, niega con la cabeza—. Por Dios, Adams, ¡me estás dando escalofríos! ¡Deja de mirarme así! —le grito, llamando la atención de los comensales vecinos y, avergonzada, bajo la cabeza.




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