Jazlyn:
—¿Y qué le has contestado?
—Que sí es un delito. Así que le he sugerido que lo haga cuando nadie mire.
Vuelvo a cerrar el libro. Por mucho que me guste la trilogía “Almas Oscuras”, de María Martínez, últimamente no logro avanzar en el segundo libro: “Profecía”. Es difícil leer una novela de vampiros cuando sabes que esos seres existen en realidad.
Dejo mi lectura para otro momento y me acomodo en la cama mirando al techo, mientras ni mente vuela a los acontecimientos de los últimos días. Todo esto es tan loco; no solo existen los seres sobrenaturales, sino que yo soy uno de ellos. Dicen que soy poderosa, pero aún no entiendo en qué sentido.
Miro mi brazalete, he estado comparando los dibujos de las piedras rúnicas con los dijes, pero solo tres de ellos coinciden.
Adams me ha contado que las piedras rúnicas son muy poderosas y que son las armas con que los Legnas enfrentan al mal. Me ha dicho el nombre que tiene cada una, aunque solo se me han pegado los tres que están en el pulso: el Adaptador, una especie de garabatos a los que no les hallo forma; la Runa del Destino, una palomita como esas que pones cuando quieres marcar algo con otra encima virada al revés, o al menos eso es lo que me parece a mí. Y por último: la Runa de la Vida, una especie de asterisco con un círculo en cada una de sus puntas. Las otras son más raras aún, pero no entiendo cómo se usan.
Me siento en la cama y coloco mis manos frente a mis ojos para detallar mejor el pulso y el anillo y es entonces que me doy cuenta de algo. La piedra de la sortija: una especie de hexágono verde azul, coincide con uno de los dijes de la pulsera: la misma figura solo que el centro está vacío. Parecen encajar a la perfección, como si fuera una llave.
Inconscientemente, acerco mi mano izquierda a la derecha, dejando caer el dije sobre el anillo y como si de un imán se tratara, la medalla y la piedra se unen. El pulso se abre, se estira y se alarga, endureciéndose mientras el anillo da una vuelta alrededor de mi dedo dejando la piedra en la parte de abajo.
Un grito se escapa de mi interior cuando pequeñas agujas salen de la sortija y se insertan en mi piel. La vista se me nubla y la habitación parece moverse a mi alrededor. La sensación de vértigo se agudiza cuando mi sangre comienza a salir recorriendo todo el aro del anillo para luego delinear los dibujos raros de la vara que, hasta hace unos segundos, era solo un pulso.
¿Qué es todo esto?
Una corriente recorre todo mi cuerpo, desde la punta de mis pies hasta mi cabeza. Fluctúa en mi interior y una sensación de ahogo se apodera de mí. No puedo respirar.
Inhalo hondo intentando que entre el oxígeno que necesito a mis pulmones, pero no es suficiente. Mi corazón se acelera, me duele el dedo y el malestar se va extendiendo a cada rincón de mi cuerpo. Intento gritar, pero no puedo, en su lugar, un ataque de tos amenaza con sacarme la bilis.
Dios, ¿qué es esto?
Sacudo mi mano intentando quitarme esa cosa del demonio, pero no sale. Intento separar la vara del anillo y solo consigo que el dolor aumente. Grito, grito con todas mis fuerzas, pero apenas sale un chillido. Lágrimas recorren mi rostro con desesperación.
Creo que voy a morir.
Necesito... necesito... hacer algo.
Adams. Tengo que llamar a Adams.
Recordando que dejé el celular sobre la cómoda, intento salir de la cama, pero caigo sobre el piso golpeándome en la mano que no tengo nada. Ruidos horrorosos salen de mí mientras intento respirar y cómo puedo, me arrastro hasta el tocador.
Estiro mi cuerpo todo lo que puedo hasta que logro coger el teléfono y con manos temblorosas, le marco a mi amigo. Apagado. ¡Demonios!
¿Y ahora qué?
Tirada en el suelo y resignada a que no saldré viva de esta, dejo que la inconsciencia me alcance, pero la voz del rubio mientras me pide que lo llame si necesito ayuda, hace eco en mi mente. El número... tengo su número.
Hago memoria sobre qué pantalón usaba el día del Juramento y rezo para que mi madre no haya lavado aun. Sujetándome de la cómoda y la pared intento ponerme de pie, pero al primer paso vuelvo a caer al piso expulsando de golpe el poco aire que llega a mis pulmones. Toso, lloro y grito de frustración mientras gateo hacia el baño hasta el cesto de la ropa sucia.
¿Por qué de todos los días tenía que estar sola en casa?
Cuando llego al baño pongo el teléfono en el piso, tiro el cesto derramando toda la ropa y, con la mano buena, busco el dichoso pantalón. Rebusco en sus bolsillos y gracias a Dios, encuentro el papel en el segundo.
Casi no puedo ver cuando marco su número, por suerte, contesta al segundo toque.
—¿Quién habla? —Intento hablar pero de mi boca solo sale un quejido—. ¿Quién habla?... Si no dice nada, colgaré.
—A...a...yu...da —susurro.
Silencio... Ha colgado.
Dejo caer el teléfono al suelo junto con mi cabeza. Inhalo hondo pero es como si mis pulmones estuviesen cerrados, oprimidos. Necesito aire... necesito respirar.