Les Routes

Capítulo 9: Raíz

El relato de Sergio da inicio. En la sala de estar las paredes se vuelven tenebrosas, pinceladas por tinieblas, las luces disminuyen su luminiscencia, se sienten los grados descendiendo.

 

—Un día caluroso a finales de diciembre, María y yo terminamos de hacer las compras para la fiesta de fin de año. Volvíamos a casa, cuando vimos a lo lejos en la oscuridad a alguien tambaleándose en la calle. Por el horario, creímos que era un borracho. Pero al acercarnos, era Umi completamente ensangrentada, quizás buscando ayuda o huyendo de algo, sujetándose de las paredes con una mano y el vientre con la otra. Santos ángeles —sus vellos se erizan—, al recordarlo me estremezco. Estaba bañada en sangre la mitad de su cuerpo. Me acerqué corriendo a ella, creí que tuvo un accidente, pero era peor. Tiré las bolsas de compras al suelo para sostenerla, cayó boca abajo en mis brazos. María llamó una ambulancia. Cuando la di vuelta. Estaba pálida como un muerto, cerraba los ojos como si se fuera a dormir, su cuerpo de repente pesaba mucho y... en el abdomen tenía una puñalada. La herida era tan grande como si la hubiera atravesado un cuchillo de carnicero. El rastro de sangre, me hizo pensar que venía de su casa, había perdido demasiada, solo podía decirle “No te vayas, quédate conmigo”. Cuando la ambulancia llegó nos subimos con ella, creí que iba a morir. Tuve que gritarles que se apuren, iban demasiado lento como si quisieran dejarla morir. Los amenacé a gritos porque no la atendían, el transporte se movía mucho, pero al fin me hicieron caso y pudieron parar la hemorragia antes de llegar al hospital y una vez que llegamos la atendió el doctor Stefano, le hizo doce puntadas. No tuvo ninguna laceración en sus órganos, de milagro. Estuvo cuatro días internada, necesitó una transfusión y descansar mucho. En esos cuatro días, desde que despertó, no dijo ni una palabra, no lloró, no hizo una mueca, nada. La expresión en su rostro no voy a olvidarla nunca, parecía muerta en vida. Sus ojos estaban vacíos. Llamamos a su casa pero no atendió nadie. María no se separó de ella en ningún momento, la bañó, le dio de comer, la arropó y la cuidó. Después me dijo que era como un perrito maltratado, cada vez que se acercaba para acariciarla o algo similar, Umi retrocedía, su desconfianza era extrema. También nos dimos cuenta que estaba llena de marcas y moretones, pero ella no quiso levantar cargos, tampoco quiso decir qué había pasado, o quién la dejó así. Yo quise hacer la denuncia por ella pero me lo negaron. No podía entenderlo, son reglas del hospital que cuando un paciente llega en ese estado se haga la denuncia correspondiente. Pensé muchas veces en esa noche e intenté hablar con Umi de eso, pero se niega. Quizás tú, Connor, llegaste con las piezas que faltaban en este rompecabezas.

 

Las escalofriantes declaraciones de Sergio impresionan a Connor que tiene atorada la cólera en sus manos, sus venas resaltan en ellas, en sus brazos y cuello, siente fuertes deseos de romper algo. Confiesa lo que Umi había relatado anteriormente, que se había mudado con su padre a Odimor ya que su madre la golpeaba, preocupados, ambos deciden no esperar, e ir a la casa de ella en la motocicleta, ahora mismo.

 

19:20 PM - Casa de Umi

 

La decadente noche profana la calma. Revelaciones se aproximan como un tiburón asomando su aleta sobre el pelo del agua. Finalizada una exitosa plática con los padres de Liz, Umi regresa a su casa extasiada. Fueron completamente comprensibles y se mostraron arrepentidos por no percatarse de la demanda exigente a su hija. Por otro lado, el noviazgo los tomó por sorpresa, Liz nunca estuvo en una relación pero no se mostraron negativos ante la noticia. La herencia familiar más rica y destellante no es oro, no es plata ni diamantes, la fortuna es más sentimiento que dinero. Cuando informaron la apretada situación de Ramiro, se dirigieron al hospital a conocerlo y brindarle el apoyo posible. Emocional por sobredosis. Cariño y presencia.

 

Umi volvió caminando a su casa en la noche por las calles mudas. Entrando, piensa mientras sonríe “Realmente son maravillosos los padres de Liz”. Una diminuta envidia sale a la luz. La casuística reclama autoridad en su mente como resonancia magnética. La siente atormentando dentro. Al abrir la puerta y pasar, prende la luz, y el interior de su casa es igual que siempre. Panorama en descomposición. Se encuentran juntas la sala, el comedor y la cocina, hay una sola habitación en la cual duerme su padre. En una esquina yace un colchón viejo con un par de sábanas, allí duerme ella. Coloca su mochila y su preciada campera sobre ese saco de podredumbre donde descansa. Hay botellas de alcohol vacías y semivacías por doquier, gotas secas y otras húmedas esparcidas por distintos lugares. El encierro hace que el pestilente olor sea insoportable. Todo está tirado y sucio. Bajo la intensa noche a los pies de la luna, llega ese recuerdo y se torna roja. Escucha una puerta de madera abriéndose. Percibe el cuarto girando lentamente pero es ella, queda con los pies en el techo, la sangre llega a su cabeza y su cabello cuelga buscando la gravedad, en un mundo ideal, ¿cuál es el cielo y cuál es el suelo?

El agitado día abre el apetito de Umi, devuelta a la realidad. La heladera está vacía, incluso los chocolates que compró para comer luego, ya no están.

 

—¿Valeria? ¿Eres tú? ¿Qué haces llegando tan tarde? Prepárame la cena ahora.

 

Fatídico delirio, insensato como si ya lo hubiera visto, carece de sentido. La casa se vuelve igual a una imagen sin colores, con una excepción, carmesí, predominante, siempre presente a pesar del blanco y negro. Las sombras y las luces, como un clavel rojo sobre una interminable montaña de polvo. Umi suspira fuertemente mientras cierra la heladera. Su padre, un hombre de unos cuarenta años, apenas parecido a ella, podría ser por el aire a pordiosero, se acerca desorbitado. Lo despidieron de su trabajo y vive de la indemnización que en el presente se está agotando.




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