Caminaba lentamente con las manos en los bolsillos de mi chaqueta como una forma de calentarlas. La brisa nocturna me eriza la piel y con ella trae el aroma a humedad, o en mi caso, “huele a lluvia”. La carretera empedrada estaba solitaria a estas horas, no había una sola alma. De nuevo perdí la noción del tiempo en mi pequeña visita. Solo esperaba, por el amor de Dios, que no lloviera justo ahora.
Antes de que siquiera pudiera cruzar la esquina todas las luces de los postes de luz y de una que otra casa se apagaron al instante. Se ha ido la luz. Contuve una maldición a duras penas. Es tarde, estoy caminado en calles solitarias con amenaza de lluvia, con frío y ahora se ha ido la luz.
No detuve mi andar ni cuando creí ver una sombra moverse en una esquina. ¿Para qué detenerme? Bien puede ser un malandro que me asaltara y, en el mejor de los casos, perdería mi billetera o en el peor de los casos que el malandro se moleste por mi falta de efectivo, un celular viejo y sin ningún objeto de valor; capaz y me dé un estate quieto por ello.
De por sí ya hasta matan por unas míseras monedas.
Otra corriente de brisa hace que me estremezca del frío pero, con ella no solo trajo el aroma a lluvia, sino un silbido lejano que erizo mi piel y me paralizó.
Me vuelvo lentamente y no hay nadie. Al no tener luz mi vista está comprometida. Ni la luz plateada de la luna parcialmente tapada por las nubes me ayuda. ¿Será que alguien más estaba por ahí? ¿Un malandro o un transeúnte normal que volvía a casa del trabajo, un recado o hasta de un encuentro clandestino? No lo sé y no quiero saber.
Apresure el paso tanto como pude que casi estaba trotando.
Otro silbido escuche y eche a correr. Mientras corría y mi corazón estaba que se me salía del pecho, rogaba a mis adentros el llegar a casa a salvo. Porque pese a escuchar el silbido lejos sentía una presencia cerca, casi respirándome en la nunca.
Llegué a la reja de mi casa, con manos temblorosas abrí como pude el portón, entre como alma que lleva el diablo y cerré como pude al cabo que escuchaba otro silbido. Recargue mi espalda sobre la puerta, la tensión y adrenalina abandonándome de a poco hasta que deje de temblar.
La luz se enciende de ponto, ¿en qué momento ha llegado la luz?
Grité al ver a una mujer con bata blanca, cabello canoso y una mirada seria sobre mí. Sentada en el sofá y sin moverse, mi abuela parecía un espanto. Tuerce los labios ante mi agudo grito y, en lugar de reírse como siempre cuando me asusta o me toma por sorpresa, abrió sus delgados y arrugados labios y dijo:
‒Casi te agarra ‒Ella entrecerrando los ojos, seguramente yo estaba pálido como un espanto ‒. Estaba cerca. Lo escuchaste, ¿no? Te estaba siguiendo, pero no pudo atraparte.
‒ ¿D…de…de qué hablas, abuela? ‒logré preguntar en un tartamudeo.
‒ ¿Cómo fue? ‒Interrogó ‒. ¿De cerca, lejos, suave o grueso?
‒ ¿Por qué lo preguntas?
‒ ¡Solo responde!
‒ ¡Grueso, fue grueso! ‒chille más confundido que aterrado.
Mi abuela pareció por fin haber confirmado sus sospechas, sean cuales sean. Me llevó a la cocina, me preparó un té y me regaló una cadena de plata con un dije de cruz. Para entonces estaba tranquilo entrando en calor, con té en mano y la dulzura embriagar mi paladar cuando ella dijo:
‒Para que el silbón no te vuelve a perseguir, mijito. Y recuerda, si es grueso el silbido es porque va tras un hombre, si es suave a por una mujer. Si lo escuchas cerca es porque lejos esta y si lo escuchas lejos es porque cerca está ‒recitó, me dio un beso en la frente y se a su cuarto tranquila, sin más.
Salió de la cocina dispuesta a descansar dejándome solo en la cocina, paralizado, la tasa de té temblando y no teniendo más ganas de estar a altas horas de la noche en la calle.