Liamdaard 3 - La furor de los cazadores (completo)

Capítulo 19: La caída

La oscura vela cubría los alrededores con una tenebrosidad opaca, más oscura que la noche, devorando cada partícula de luz. Nadie podía ver a través de ella, ni siquiera las criaturas sobrenaturales. Y, sin embargo, era demasiado pronto, ya que, la hora de la noche aún no había llegado, al menos no del todo.

 

Una sensación áspera, aterradora, amenazante envolvía a los vampiros, mordaz, más fría que las profundidades del océano.

 

Acorralados, incapaces de ver a centímetros por delante de ellos, Marceau, Léoda y Assdan permanecían vigilantes, al acecho, atentos a cada variación en el aire, de toda energía extraña. Y sintieron una presencia, el aura maligna de un ser monstruosamente poderoso, fusionado con el velo oscuro que se cierne sobre ellos. Alguien los observaba; las miradas depredadoras los perseguían.

 

—Joven maestro.— murmuró el mayordomo.

 

La duda, la confusión, el miedo y la ira también los atormentaban el espíritu, no obstante, permanecían tranquilos, esperando un cambio de presión, esperaban que el enemigo los atacara y quizás en aquel tiempo podrían contraatacar o incluso atrapar al adversario escondido en las tinieblas. Pero nada, ningún ataque, ni siquiera un intento ofensivo. Extraño. Entonces, ¿por qué ese velo negruzco, privándolos de su vista? ¿Fue un truco para retrasarlos hasta que llegaron los cazadores? Quizás.

 

¡Luego allí! Todo desapareció. El negro opaco se fue volando, dando su lugar a la luz. Les ganó una ola de estupor y e confusión. No había nada, ninguna otra persona. Tanto la presencia como el velo oscuro se habían evaporado, sin dejar rastro, nada detrás de ellas. Lo que era aún más extraño, más desconcertante.

 

—¿Qué fue eso?— gruñó Marceau.

 

El silencio; nadie entendía lo que acababa de pasar, todavía no. Y Aidan siempre estaba tumbado en el suelo, con la estaca negra clavada en el pecho, inerte e inconsciente. Entonces Assdan se precipitó sobre él y le quitó el objeto gangrenado del corazón.

 

—Realmente no deberías haber hecho eso, Assdan.— habló Marceau furiosamente.

 

El aire empezó a temblar, la presión se volvió pesada, siniestra y opresiva. El tigre real estaba furioso, en la confusión, con la impresión de perder el control de la situación; la oscura vela apareció de la nada y desapareció repentinamente, lo que era inquietante y abstrusa. Y eso lo molestaba, pero al menos podría tener una apariencia de control de los acontecimientos futuros capturando y llevando a Aidan.

 

El suelo temblaba al ritmo de sus pasos, dirigiéndose hacia el mayordomo, dispuesto a desatar su ira sobre el individuo, castigarlo por su insubordinación. ¡Pero allí! Léoda se interpuso en su camino, una adversaria tan poderosa como él, un muro de defensa implacable que protegía a su hijo y al mayordomo.

 

—Leo, ¿qué haces?— preguntó Marceau con un tono desconcertado.

 

Ninguna respuesta. La reina vampiresa se mantenía firme, la determinación se leía en su mirada ardiente. No le gustaba enfrentarse a su marido, por supuesto, pero haría lo que fuera para proteger a su hijo, todo y cualquier cosa. Lo que perturbaba al Rey Vampiro.

 

—¿Has olvidado por qué estamos aquí? ¿Por qué estamos haciendo esto? Sé que es difícil, pero tenemos responsabilidades.— dijo Marceau con aplomo.

 

Sin embargo, Léoda permanecía impasible, inquebrantable. —No, no he olvidado nada. Pero protejo a mi hijo… nuestro hijo.— afirmó. La temperatura bajó a su alrededor. —Aidan no es un criminal que tenemos que llevar ante el consejo de vampiros, él es inocente, ya no hay duda de eso. Entonces, no dejaré que le hagas más daño, no dejaré que te la lleves, Marceau.— declaró ella con un tono decidido.

 

—Sé que es inocente, pero tenemos responsabilidades. Debemos llevarlo con nosotros para evitar que se empeore la situación.— repitió Marceau.

 

Pero la reina vampiresa no se movió, defendió con fervor su posición. —Sí, es verdad, tenemos responsabilidades, no obstante, ese es nuestro hijo y es inocente, así que no lo llevaremos por la fuerza, no así.— replicó ella con un tono persuasivo.

 

A estas palabras, Marceau miró intensamente a Aidan tendido en el suelo, recuperando colores, fuerzas, el despertar llevándolo progresivamente entre ellos. Y pensaba en el momento en que había aprendido que, después de siglos de existencia, la providencia le ofrecía milagrosamente un hijo; un hijo que había amado tan intensamente desde el primer momento, que admiraba, y que temía también, conque Aidan era diferente, único y poderoso.

 

Un sentimiento de nostalgia lo conquistaba y el dolor lo asaltaba. Aunque era para protegerlo, el tigre real había luchado y herido a Aidan, su hijo, un ser que tanto amaba. Una pizca de culpa y de pesar lo invadió, pero permaneció firme, con la mirada oscura, el rostro impasible, sin mostrar ninguna emoción, ningún signo de debilidad.




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