Ahí estaban. Por fin.
Frente a frente.
Aidan. Alfred.
Sus presencias chocaban como dos mundos que no podían coexistir.
El cielo, al principio oscuro, se tornó rojo sangre, resquebrajado por la tensión.
El aire quedó suspendido. Demasiado denso. Demasiado tranquilo.
Hasta el silencio sabía que no iba a durar.
Temblaba, esperando la chispa que lo haría estallar.
Una cacofonía de emociones saturaba el ambiente.
La ira, cruda.
El asombro, helado.
La emoción, a duras penas contenida.
Y, sobre todo…
La sed.
De venganza.
De destrucción.
Alfred se irguió.
Y empezó a avanzar.
Despacio. Amenaza pura.
A cada paso, el suelo gemía. Se abrían grietas bajo sus pies.
Su aura, negra y palpitante, desgarraba el aire.
La atmósfera se volvía más espesa, más sofocante, como si el mundo se negara a respirar en su presencia.
Assdan, de rodillas, herido, observaba aquella marcha imposible.
— No… no estaba peleando en serio conmigo… — murmuró, con la voz ahogada por el asombro.
No era del todo falso.
La pelea contra Assdan había sido real. Brutal.
Pero solo había alimentado a la bestia.
Y ahora…
Ya no era la misma criatura.
El odio que Alfred sentía por Aidan, la necesidad de verlo caer, lo había llevado a otro nivel de poder.
Y esa rabia… solo tenía un objetivo.
Aidan.
El príncipe vampiro permanecía ahí.
Sereno. Inmóvil.
En apariencia.
Pero quienes lo conocían, quienes lo observaban… sabían.
Lo sentían.
Assdan. El elfo. Incluso Sylldia.
Todos percibían esa transformación silenciosa.
El aire que rodeaba a Aidan ya no era el mismo.
Se volvía denso. Duro. Como cristal a punto de romperse.
Y de pronto… esa sensación.
Como si ese cristal invisible acabara de estallar.
Por la presión que hervía dentro de él.
Aidan no se movía.
Pero la furia le recorría las venas.
Alfred no era un simple enemigo.
Era una copia perfecta.
Su reflejo.
Su imagen.
Su doble.
A simple vista, no había diferencia.
Y Aidan lo había sentido desde hace tiempo.
Todo el caos sembrado en su vida…
Todas las trampas, las acusaciones, las masacres…
Todo conducía a una sola idea:
Alguien estaba usando su rostro.
Alguien sembraba el horror en su nombre.
Los cazadores lo culpaban de la muerte de Carlos Byron.
Sus propios padres lo habían querido capturar por el asesinato de nobles vampiros.
Aldeas arrasadas. Jóvenes masacrados.
Alianzas rotas. La sociedad humana, al borde del colapso.
Todo eso…
Por él.
O más bien…
Por ese él.
Pero verlo ahí, de pie, en carne y hueso…
Era otra cosa.
Más que un impacto.
Era una revelación.
Un espejo hecho trizas.
— Te divertiste, ¿no… Aidan? — soltó el verdadero Aidan entre dientes, con una voz ronca, cargada de violencia contenida, a punto de estallar.
Golpeó sin previo aviso.
Un puñetazo fulminante, lanzado con una furia cruda.
Aidan alzó la mano.
Y lo detuvo en seco.
Sin retroceder.
Sin una sola vibración en el brazo.
Solo una mirada fija. Helada.
Pero sintió la fuerza de su oponente. Vibraba como una bestia viva.
Alfred se detuvo.
Una mueca torcida deformó lentamente sus labios.
— No me llamo Aidan.
Hizo una pausa, con los ojos clavados en los del vampiro.
— Me llamo Alfred.
El corazón de Aidan falló un latido.
No respondió.
Pero su mirada cambió.
Todo encajaba.
Ese nombre.
Su nombre. El de antes.
El que había dejado atrás junto con su antigua vida, en otro mundo.
Antes de morir. Antes de renacer.
Un nombre que solo dos personas en este mundo conocían.
Ima, la hermana de Emma.
Y Assdan, que en ese instante dio un paso atrás, con los ojos abiertos de par en par.
Aidan cerró los ojos. Por media fracción de segundo.
El rompecabezas estaba completo.
No era un hijo olvidado.
Ni un error del destino.
Era una creación.
Un eco monstruoso de sí mismo.
Moldeado por la magia. Por Ima.
— Así que eres obra de esa bruja… — murmuró Aidan, con la voz baja y tensa.
Alfred no dijo nada. El silencio hablaba por él.
Aidan respiró hondo. Lento.
— Ima.
Apretó la mandíbula.
— Que se pudra en el infierno.
Y entonces… todo explotó.
Un estallido.
Y después, la explosión.
Alfred gritó.
Y descargó su furia en un golpe brutal.
El puño que Aidan sostenía hasta ese momento lo lanzó hacia atrás, como una bala de cañón estrellándose contra un muro.
El manoir tembló.
Aidan desapareció entre el polvo y las piedras rotas.
Alfred avanzó.
La pelea ahora sí había comenzado.
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CLAP.
Un chasquido seco, nítido, rompió el aire saturado de tensión.
Y el muro de hielo voló en mil pedazos.
Fragmentos brillantes flotaron en el aire como estrellas muertas.
Un espectáculo casi divino, una belleza helada nacida del caos.
Ya no había nada que los separara.
De un lado, el clan Byron, y junto a ellos, la línea imperial de los Sano: los vampiros nobles.
Enfrente, Emma y su peón: Chris.
El usurpador.
El que había vuelto las antiguas líneas en contra de la voluntad original.
El que había robado el trono legítimo de los Byron al frente de la sociedad de cazadores.
— Rose… Hex. — murmuró Queen, aliviada.
Corrió hacia su hija herida y su compañero.
No necesitó que le explicaran nada. Todo estaba escrito en sus cuerpos quebrados.
A su alrededor, las miradas se cruzaban.
Silenciosas. Feroces.
Cargadas con siglos de historia.
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Editado: 21.04.2025