Liamdaard 4 - Rivalidad

Capítulo 20: Y todo Liamdaard tembló

Atónitos.
Paralizados.
Assdan y los demás miraron el cuerpo de Aidan estrellarse contra el muro.

El estruendo de las piedras.
Los escombros cayendo al suelo…
Era una cacofonía de horror.
Una advertencia.
Un presagio de desgracia.

Alfred caminaba despacio.
Sin apuro.

La batalla ya no estaba dentro del castillo.
Se había trasladado.
Afuera.
Al jardín, en la entrada.

Dos sombras.
Dos fuerzas.
Y pronto, solo uno quedaría en pie.

Assdan frunció el ceño.
Una duda.
Un mal presentimiento.

El ataque de Alfred había sido fuerte, sí…
pero Aidan no debería haber salido disparado con tanta violencia.

Algo no cuadraba.
Lo sentía.

Detrás de él, Sylldia y Dieltha se apresuraban, listas para seguir a los combatientes.
Pero Assdan levantó la mano.

— Llegaron justo a tiempo para salvarme.
(hablaba con calma, sin mostrar emoción)
— Les agradezco.

— Tú habrías hecho lo mismo por nosotras. — respondió Dieltha, con dignidad y dulzura.
— No tienes que agradecernos.

Él levantó la mirada hacia ellas.
Gratitud. Alegría. Pero también preocupación.

— También fueron ustedes quienes salvaron al joven maestro, ¿verdad...?
(hizo una pausa)
— Por eso… les estaré eternamente agradecido.

En su voz,
la verdad era directa:
valoraba más la vida del príncipe vampiro que la suya propia.

Y ellas lo sintieron.

Sylldia esbozó una sonrisa.
Dieltha bajó la mirada.

Luego Sylldia respondió, con franqueza:

— No del todo.
— Tuvimos ayuda.
— Sabo, los hombres lobo… y un desconocido. Fue él quien nos indicó dónde tenía la bruja retenido a Aidan.

Assdan se congeló.
¿Un desconocido?
¿Quién? ¿Por qué?

Quería hacer mil preguntas.
Pero no era el momento.

Inspiró profundo. Recuperó la compostura.

— Me lo contarán todo más tarde.

(dio un paso hacia la entrada, luego se giró a medias)

— Pero… díganme.
(hesitó. Su voz se volvió más grave)
— ¿El joven maestro… se ha alimentado?

No hacía falta decir más.
Ellas entendieron.

Sylldia y Dieltha se miraron entre sí.
Luego Sylldia respondió, con una pequeña sonrisa:

— Creo… que sí.

Pero el mayordomo vio la sombra pasar por el rostro de la elfa.
Una duda.
Frágil, pero visible.

Dieltha. — dijo en voz baja.

Ella bajó la mirada.
Su silencio despertó también la atención de Sylldia.

— Se alimentó, sí… pero no lo suficiente. — confesó por fin.

Un rictus fugaz se dibujó en el rostro de Assdan.
El tipo de rictus que aparece cuando el miedo se vuelve certeza.

Era lo que más temía.
Aidan no había recuperado toda su fuerza.
Y frente a Alfred… eso no sería suficiente.

— Es lo que temía.
(apretó los dientes)
— No podrá ganar esta pelea… no solo. Vayan con él. Ahora.

Intentó buscar algo.
Tanteó sus bolsillos.
Nada.

El objeto había desaparecido.

— ¿Y tú qué harás? — preguntó Sylldia, ya lista para partir.

— Voy a buscar con qué alimentarlo.

Salió disparado por los pasillos del castillo.

¿Las reservas de sangre?
Vacías.
Destruidas.
Obra de Alfred, por supuesto.

Siguió buscando.
Las cápsulas de sangre artificial que Aidan había creado, sus famosas píldoras…
Desaparecidas.

Siempre llevaba algunas consigo.
Pero en el caos del combate…

Maldición. — gruñó, apretando los puños.

Entonces se enderezó.
Y fue hacia el jardín.
Hacia el campo de batalla.

No tenía nada.
Nada que ofrecer.
Solo su fe.
Y esa esperanza —delgada, frágil—
de que ocurriera un milagro.

El aire estaba electrificado.
Cargado de rayos.
La tensión saturaba cada rincón del jardín.

Aidan alzó la mano.
Y el rayo respondió.
Un relámpago rojo sangre.

No era un ataque.
Era un juicio.

El poder golpeó a Alfred de lleno.
Su brazo ardió. Calcinado hasta el hueso.

Pero la carne se regeneró de inmediato.
Su curación era monstruosa.

Alfred atacó.
Aidan esquivó.

El choque fue brutal.
Se estrellaron el uno contra el otro.

Solo uno quedó en pie.

Aidan fue lanzado hacia atrás, con violencia.

Pero regresó de inmediato.
Sin dudar. Sin pensar.

Alfred lo agarró del cuello.
Lo levantó con un solo brazo, como si fuera una muñeca rota.
Y con un gesto seco, lo lanzó hacia el cielo.

Por un instante…
El príncipe flotó en el aire.
Expuesto. Suspendido.

Y luego…
vino el impacto.

Una patada fulminante. Brutal.
Directo al estómago.
Alfred lo aplastó contra el suelo, como si clavara un clavo de un solo martillazo.

El impacto hizo temblar la tierra.
El suelo cedió bajo la violencia.
Un cráter. Un eco del fin del mundo.

— ¿Eso es todo lo que puedes hacer? Me decepcionas… padre. — susurró Alfred.

Aidan se reincorporó.
Respiración agitada. Mirada negra como la noche.




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