Liamdaard 4 - Rivalidad

Capítulo Extra: La Guardiana de los Secretos

El silencio pesaba como un sudario.
Ni un sonido.
Ni un suspiro.
Solo el olor a ceniza… y la impotencia.

Allí estaban.
Héroes. Leyendas vivientes.
Aquellos que desafiaron reinos, abatieron monstruos, torcieron el curso del destino.
Seres capaces de arrasar imperios, de sacudir civilizaciones.

Y sin embargo… en ese instante,
reducidos a simples testigos.
Espectadores de una tragedia cruel.

El cuerpo de Sylldia se consumía lentamente.
Y todo lo que eran, todo lo que podían hacer…
no servía de nada.

Así que se quedaron quietos. Sin palabras.
La espalda encorvada bajo el peso de un dolor demasiado vasto para contener.

Entonces…
el humo cambió.

Ya no se elevaba al cielo como una despedida,
giraba, danzaba, se teñía de un verde profundo.

Un nuevo fuego, denso y vibrante, se encendió — no para destruir,
sino para purificar.
Calor suave. Brillo soberano.
Una luz como una caricia divina.

Y de pronto,
la llama se volvió luz.
Cegadora. Irreal.

Un pilar de fuego verdoso se elevó hacia los cielos.
Dieron un paso atrás, deslumbrados, petrificados.

Ninguno comprendía lo que veía…
Pero ninguno podía apartar la mirada.

Y luego, la calma.
Las llamas se recogieron sobre sí mismas
y el velo de luz se disipó como un sueño.

Contuvieron el aliento.
Sus corazones también.

Allí.
En medio del campo devastado, ella yacía.

Sylldia.

Completa. Radiante.
Ni un rasguño.
Hasta su ropa parecía intacta.
Como si la muerte jamás hubiera osado tocarla.

Aidan saltó hacia ella, el corazón en la garganta.
Sus manos temblaban.
Su mirada buscaba desesperadamente una señal.

Y la encontró.
Un aliento.
Mínimo. Pero real.

Ella vivía.

La abrazó, el corazón tamborileando en su pecho.
No necesitaba entender.
No ahora.
No todavía.

Estaba viva.
Y eso era suficiente…
por ahora.

Sylldia entreabrió los ojos. Lentamente.
Sus párpados pesados luchaban contra una confusión espesa.

Respiraba.
Sentía.
Estaba allí.

Y en sus brazos,
él también estaba allí.

Aidan.

Su olor la envolvía.
Su abrazo frío — y aun así,
una extraña calidez acariciaba su piel.
Calor suave. Calor familiar.
Un calor de vida.

Levantó la cabeza, con lentitud.
El mundo la esperaba.

Assdan, Dieltha, Sabo…
todos quietos,
pero con los ojos brillantes.

Aliviados. Asombrados.
Vivos.

Aidan sintió su movimiento.
Aflojó un poco el abrazo, lo suficiente para ayudarla a incorporarse.

— ¿Te sientes bien, Sylldia? — preguntó, con voz grave pero suave.

— Yo… creo que sí. Me siento… bien.

Dudaba.
La palabra sonaba correcta, pero su corazón no la seguía.

— ¿Qué pasó? — preguntó, con la mirada perdida.

Aidan se lo contó. Todo.
El cuerpo en llamas.
Las flamas verdes.
La luz.
El milagro.

Y cuanto más escuchaba… más se fruncía su ceño.
Entendía cada palabra.
Pero nada tenía sentido.

— No lo entiendo… — susurró.

Y no era la única.

Silencio.
Y luego, un ceño fruncido.

Dieltha.
La princesa élfica, heredera de las memorias antiguas.

Retrocedió un paso, la mirada turbada,
como si una verdad olvidada acabara de golpearla.

— ¿En qué piensas, Dieltha? — preguntó Assdan, atento como siempre.

La voz de la elfa cayó, lenta, pesada.

— Lo que acabamos de ver… ese fenómeno…
solo existe en los cuentos antiguos.
Una resurrección.
Una transmutación a través del fuego sagrado.

Solo los fénix eran capaces de eso.

Un escalofrío cruzó el grupo.

¿Sylldia, un fénix?
No… era una dragona.

— Los textos sagrados afirman que los fénix desaparecieron desde el amanecer de las criaturas de la sombra. — continuó Dieltha, con los ojos fijos en Sylldia. — Todos. Extintos. Esfumados. No quedaba ninguno.

Y sin embargo… ella estaba allí.
Viva.
Resucitada.

La idea era absurda.
Inconcebible.

Y sin embargo, frente a lo evidente…

Sylldia susurró, con la mirada temblorosa, casi quebrada por la angustia:
— Entonces… ¿qué soy?

El silencio cayó de nuevo, denso como una niebla de acero.
Ni el viento se atrevía a hablar.

Todos esperaban.
Había algo en el aire.
Una verdad suspendida.

Y entonces, en un suspiro, llegó.




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