El aire era diferente; más frío, más pesado. Extraño. Todavía no era la estación en su mundo. Un perfume extraño halagaba su olfato; un olor distinto del de su casa y de su trabajo. No reconocía nada a su alrededor, todo era diferente. ¿Era lo que se sentía cuando uno muere, la confusión, el frío permanente?
— ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? — se preguntó. — De repente me siento muy raro. — pensó.
Su mente estaba embriagada, turbada por las nuevas sensaciones que le rodeaban. Y una pizca de angustia se insinuó en él; el miedo a lo desconocido. Poco a poco, se acordó. Sólo unos instantes antes, estaba todavía en su trabajo, preparándose para volver a casa. Agotado, un dolor insaciable, una sensación amarga, una fuerza fatal le había asaltado y nada; todo se había vuelto negro abruptamente.
Ahora no sentía nada de eso. Sin embargo, eso no explicaba el cambio que percibía a su alrededor. El clima, los olores, los sonidos… todo era diferente.
— ¿Qué me ha pasado? ¿Qué es este lugar? — se preguntó de nuevo.
Entreabrió los ojos lentamente. Se congeló, con los ojos abiertos de estupor. Su espíritu vacilaba. El choque fue monumental; una sensación indescriptible. El miedo, la duda, la confusión, la ira también, los sentimientos escandalosos brotaban en él como las olas de un tsunami. Y ahora el pánico. No era su casa, no estaba en la oficina, tampoco en un hospital. Delante de él se alzaban muros gigantescos, antiguos, pero bien cuidados, de una habitación suntuosa y espaciosa. No reconocía nada de esto. Todo le era desconocido. Estaba en otro mundo, en otro universo y ya no era él mismo, al menos no del todo. Un impulso devastador de estupefacción lo golpeó. Las manos pequeñas, el cuerpo pesado, incapaz de hacer ni el menor movimiento, incapaz de satisfacer sus necesidades por sí mismo, se quedó atrapado en el cuerpo de un recién nacido. Y el impacto de esta evidencia le petrificó.
— ¿Qué demonios es esto? Pero ¿qué es este extraño lugar? — gritó.
Pero ninguna palabra salía de su boca, él no podía hablar. Todo lo que se oía eran gritos violentos de un bebé enojado. Gritos espantosos, incluso en sus propios oídos.
— Es un sueño. Sólo puede ser una pesadilla. — se dijo.
La situación era abstrusa. Y él no entendía nada de lo que le estaba pasando. ¿Cómo pudo? Su espíritu; su alma era movida a otro mundo, otro plano de existencia. Pero la idea de que era sólo un sueño era lo que le eximía de la locura. Él, que no creía en lo sobrenatural, no podía prever que todo esto era real.
— Por favor, que alguien me despierte. — pensó.
Pero nada. La duda se insinuó poco a poco en él; y luego una sensación de pertenencia penetró lentamente en él. Con disgusto, esperaba que la esperanza de despertar pronto la disipara, pero no. Se volvía cada vez más molesto. La ansiedad le invadió poco a poco. La incertidumbre le sacudió el alma. Y sus gritos de rabia resonaban por toda la mansión, la residencia familiar.
Entonces, un rostro desconocido se inclinó sobre su cuna. Una mujer rubia, de cabello abundante, ojos de un azul brillante, con una sonrisa cariñosa; una expresión calmante. El bebé fue cautivado, hipnotizado literalmente, los gritos de ira desaparecieron. La mujer lo tomó en sus brazos con delicadeza. Y ella lo acariciaba tan tiernamente que, en ese momento, él olvidaba todas sus dudas, todos sus miedos; y todas las preguntas que le asaltaban el espíritu. Un suave calor, una sensación agradable, lo envolvía.
— Aidan, querido, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras así? — le dijo la mujer con afecto.
— ¿Quién es? — se preguntó. Su mirada no soltaba a la individua a pesar de los segundos que pasaban.
— Sé que soy extremamente hermosa, pero no es una razón para mirar a tu madre así, cariño. — añadió ella sonriendo.
— ¡Mamá?! — Su mente sobresaltó de estupor. El impacto era violento, vacilaba. Pero una sensación agradable y calmante; una impresión de bienestar se desprendía de ella. Esto lo calmaba. << Ahora lo entiendo, debería ser eso, lo que llaman el amor maternal. ¡Qué dulce sentimiento! > pensó.
Nunca había conocido a sus padres en el otro mundo. Sin embargo, esto le recordaba a su abuela y todo el amor que le había dado.
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Esta mujer se llamaba Léoda Sano, la madre de Alfred, ahora nombrado Aidan. Era hermosa, espléndida, una verdadera perla rara, llevando un amor inconmensurable a su hijo. Su voz resonaba como una melodía inaudita al oído de Aidan; una armonía singular. Puso su mano sobre la frente del niño y se congeló. Una barrera psíquica, el espíritu de Aidan estaba sellado, impidiendo que cualquiera entrara en ella. Sorprendida, hizo otro intento, luego otro, pero nada. Léoda no podía leer los pensamientos del niño. Confundida, no podía explicarlo, y él tampoco. Para su edad, era algo inédito. ¿Era su subconsciente lo que lo protegía, ocultando los recuerdos de su vida pasada? Algo, en algún lugar, quería poner al reencarnado a salvo de cualquier peligro.