Libertad

El fin del fin del mundo - A. Oser

 

 

 

 

 

 

 

Riskur era un transportista metánico que se disponía a tomar la ruta transcósmica 3/12, la que está junto a la nebulosa de andrímedes. El camino estaba desierto y, frente al portal, había una nave de la Patrulla de Control Intergaláctica bloqueando el paso. Entonces se sincronizaron los canales de comunicación entre ambas embarcaciones y uno de los agentes comenzó a hablar.

—¿Adónde cree que va? —le preguntó.

—Me dirijo a entregar mi carga —se explicó Riskur—. Voy hasta arriba de conductor electrocognitivo. Ya sabe, esos seres luminiscentes del universo doce se pirran por una buena mena de mineral psicosensible. Me esperan en el sector siete y voy un poco apurado de tiempo, así que…

—¿No sabe que estamos en cuarentena?

—¿Disculpe?

—Ya sabe, por todo ese jaleo de la gripe cuántica. Va dando saltos de una galaxia a otra y ya ha afectado a un gran número de poblaciones del universo. ¿No escucha el boletín imperial o qué?

—La verdad es que llevo varios ciclos surcando el espacio y no he prestado atención a las noticias. Los transportistas somos como autómatas ausentes.

En realidad lo que sucedía es que había discutido con su pareja. Ya habían pasado varios días estelares de aquello, pero después de su berrinche infantil decidió desconectar su fonovisor cosmotelemático y se había mantenido aislado para no tener que hablar con ella.

—Pues se han cerrado todas las rutas comerciales con otros universos. Tendrá que entregar su carga cuando todo acabe. Le aconsejo que vuelva a su planeta lo antes posible y no salga de él.

La frustración se abrió camino a través de la mente del bueno de Riskur. Había invertido mucho tiempo en hacer el viaje y si no podía realizar la entrega perdería demasiado dinero. Discutió un buen rato con los agentes, intentando convencerles de que aquello sería su ruina. Ellos permanecieron inflexibles y le explicaron que se trataba de una situación excepcional. «No podemos hacer nada —dijeron—, imagina que eres portador del virus y acaba expandiéndose a un nuevo universo».

Cuando se cansó, dio media vuelta e inició el regreso a casa con resignación.

Se sentía el ser más desdichado del multiverso. Entonces se acordó de ella y pasó a sentirse el ser más preocupado del multiverso. Conectó su fonovisor cosmotelemático a toda prisa y la llamó. Solo quería preguntarle si se encontraba bien. Dejaría de lado todas esas gilipolleces sin importancia que le hacían enojar y, si tenía que quedarse en su hogar una temporada, lo aprovecharía para pasar tiempo con ella.

Riskur se perdía ya en la inmensidad sideral y los agentes de la PCI se sintieron satisfechos. Habían evitado una posible expansión del virus. Sin embargo, no podían imaginarse que sus esfuerzos serían en vano y que, en aquel mismo instante, ese virus de origen terrícola estaba mutando de nuevo.

Ya lo hizo una vez para escapar de la Tierra y colonizar el cosmos. En esta ocasión no solo sería capaz de dar saltos a través del espacio, sino que también lo haría a través del tiempo e incluso entre diferentes realidades.

Así que uno de esos malvados viriones tomó un agujero de gusano autoinducido y llegó al reino de Gilford.

A las afueras de la Gran Ciudad Amurallada vivía Esteimur, un experto controlador de plagas. Su principal fuente de ingresos eran los trabajillos que hacía a sus vecinos cuando alguna alimaña se metía en sus territorios. Había muchos trolls, goblins, lobos huargos y ogros que se las daban de listillos. Destrozaban los campos, atemorizaban a los viajeros y robaban en las posadas. En fin, estaban hundiendo el motor turístico que tanto les había costado arrancar en aquella zona rural, así que alguien tenía que hacerlo. Dar caza y pasar por la espada a semejantes bestias no era precisamente un camino de rosas, pero nadie le dijo a Esteimur que ser exterminador en un mundo de fantasía medieval fuera fácil.

Aquel día, Esteimur recibió una paloma mensajera con membrete y sello real.

 

Gilfordenses, estamos en una situación de alarma. Mucha gente está muriendo. Desconocemos el origen y la naturaleza de este mal, pero todo parece apuntar a que se trata de la magia de un poderoso hechicero. Lo que está claro es que, sea lo que sea, es muy contagioso. Se recomienda evitar el contacto con toda persona, de modo que por orden de Maximiliano iv, Rey de Gilford, todo ciudadano debe permanecer confinado en su hogar hasta nuevo aviso.

Varios días atrás comenzaron a circular rumores. Los enanos de las montañas se habían encerrado a cal y canto en sus galerías subterráneas. Los elfos subieron a las copas de los árboles más altos y no tenían previsto bajar en una buena temporada. Incluso los orcos habían retrocedido hacia los pantanales del oeste. Decían que sus ejércitos se movían en formación amplia, dejando más de dos metros entre un orco y otro, y que, cuando uno se acercaba más de la cuenta, los demás gritaban, recriminándole que no estaba respetando la distancia de seguridad.

Esteimur pensó que todo era un bulo, pero, por si las moscas, optó por aprovisionarse bien y ahora se alegraba de ello. Hizo la compra en el mercado del pueblo un par de días atrás y tenía la despensa llena de harina, levadura, salazones de carne y pescado, barricas de cerveza y un tipo de compuesto celulósico algo tosco al que llamaban papel del culo. Lo sé, eran una sociedad medieval, pero de las más pulcras de todas la que se tienen registros. En fin, tenía todo lo que necesitaba para sobrevivir a varias estaciones.

Lo peor se vería reflejado en su economía. No había ningún gremio de exterminadores que lo respaldara. Él era un trabajador autónomo y no ganaría ni una sola moneda de plata mientras durara aquello. Tendría que fastidiarse, pero al menos tendría ocasión para hacer lo que siempre deseó pero que nunca pudo por falta de tiempo: aprender a tocar el laúd de su padre.



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Editado: 27.11.2020

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