Andrew se sentía preparado para cualquier cosa. Justo cuando las garras del espectro estaban a punto de alcanzarlo, el suelo bajo sus pies se abrió. Andrew gritó mientras caía en un vacío oscuro. El aire silbaba en sus oídos, y la sensación de peso lo arrastraba hacia las profundidades. Sentía que su estómago se contraía en el vértigo de la caída.
El impacto lo dejó aturdido, pero cuando abrió los ojos, estaba de pie nuevamente. Esta vez, en un bosque sombrío. Las sombras entre los árboles parecían moverse, acechándolo. Una risa baja y cruel resonó a su alrededor.
“¿Quién eres?”, gritó Andrew, su voz firme a pesar del entorno amenazante.
Una figura emergió de las sombras. Era un hombre de aspecto retorcido, sus ojos brillando con malicia. “Soy tu juez”, dijo con una sonrisa retorcida. “Y aquí… serán revelados tus pecados”
Andrew respiró hondo, sintiendo cómo la tensión en su cuerpo aumentaba. Sabía que lo peor aún estaba por venir.
El aire se había vuelto pesado, casi sofocante, cuando Andrew escuchó pasos detrás de él. Giró la cabeza ligeramente, y lo que vio hizo que su sangre se helara. Un grupo de aldeanos apareció de la nada, avanzando lentamente, sus rostros marcados por una desesperación profunda y fantasmal. De repente, una mano fría y huesuda se posó sobre su hombro. Andrew dio un respingo, girando bruscamente. Una mujer, de piel pálida como la cera, con un largo vestido desgarrado, lo miraba fijamente con ojos vacíos, su rostro deformado por el horror.
“¡Ravenshade!” gritó la mujer, su voz retumbando en su mente como un eco maligno. “¡Ravenshade! ¡Sálvanos! ¡No nos hagas esto! ¡No nos mates! ¡No nos dejes morir!”
El terror invadió a Andrew, como si una garra fría se enroscara en su estómago, apretando hasta casi cortar su respiración. Su mente daba vueltas, buscando una salida, cualquier salida. ¿Qué está pasando?. Se echó hacia atrás, intentando alejarse lo más rápido posible de aquella aparición aterradora, pero su pánico le impedía pensar con claridad. Quería huir, perderse entre las sombras, escapar de esos ojos acusadores que lo perseguían sin tregua.
El juez, una figura espectral que lo observaba desde las sombras, dejó escapar una risa baja y burlona. “¿Por qué corres, Ravenshade?”, dijo con una voz suave pero gélida. “Enfréntalo… enfrenta tus pecados”
Andrew no quería oírlo, no quería entender. Seguía corriendo a ciegas, sus pies golpeando el suelo como si con cada paso pudiera escapar de aquel tormento. Pero el paisaje cambió abruptamente. Ahora estaba en una ciudad que reconoció de inmediato: Londres, pero no la Londres moderna, sino una versión de la ciudad de 1800. Las calles estaban cubiertas de niebla espesa, los edificios de piedra oscura se elevaban a ambos lados como gigantes silenciosos. Al principio, la gente parecía normal. Caminaban a su alrededor como si fueran simples transeúntes, ignorando su presencia.
Pero entonces, sus rostros comenzaron a cambiar. Las sonrisas casuales se transformaron en muecas de dolor y terror. Las miradas vacías y desesperadas volvieron a fijarse en él. De pronto, comenzaron a perseguirlo, algunos gritando en agonía, otros suplicando ayuda.
“¡Por favor, ayúdanos!”, gritaba una mujer, su rostro medio descompuesto por el paso del tiempo. “¡No nos dejes morir!”
Andrew no quería escuchar, no podía soportarlo. Cerró los ojos y siguió corriendo, pero las voces seguían perforando su mente como cuchillos. “¡Entre más huyas, más serás consumido por tus pecados!”, resonó nuevamente la voz del juez.
Tropezó con una piedra suelta, cayendo al suelo con un golpe que sacudió todo su cuerpo. Dolorido, intentó levantarse, pero los aldeanos y las figuras de la ciudad empezaron a rodearlo, creciendo en número. Ahora, podía ver que algunos de ellos vestían ropas de épocas diferentes: guerreros medievales, nobles renacentistas, damas victorianas. Todos gritaban, sus voces entremezcladas con súplicas y maldiciones.
“¡Ravenshade!”, gritó un hombre con un viejo uniforme militar. “¡Debes morir! ¡Vamos a matarte!”
Las figuras deformadas se abalanzaron sobre él, desgarrando su piel, sus uñas frías como hielo clavándose en su carne. Andrew gritó, el dolor era insoportable, y la desesperación se apoderaba de él. Intentó luchar, pero era inútil; había demasiados, y cada uno lo jalaba en una dirección diferente.
Andrew se encontró colgando de las manos, sus muñecas atadas a una rama gruesa de un árbol retorcido. Estaba suspendido en el aire, balanceándose ligeramente mientras las figuras espectrales se reunían abajo, mirándolo con ojos vacíos, sus rostros ahora silenciosos pero llenos de condena.
El juez apareció frente a él, con una expresión sombría y definitiva: “No mereces vivir”, dijo con frialdad. Con un gesto lento y calculado, levantó una mano hacia el cielo.
El primer rayo cayó como una descarga eléctrica, atravesando el cuerpo de Andrew con una intensidad brutal. Su grito resonó en el aire como una súplica desesperada, pero no había escape. Otro rayo lo atravesó, su dolor creciendo con cada descarga.
Andrew jadeaba, colgando como un muñeco roto, pero el juez no mostraba piedad. “Este es tu destino, Ravenshade. Serás consumido por tus propios pecados. No hay redención para aquellos que abandonan sus almas al abismo”
Andrew gritó nuevamente, pero su voz comenzó a apagarse. Sentía que su vida se desvanecía con cada rayo que lo atravesaba, y aunque su voluntad era fuerte, el dolor estaba debilitando su resistencia.
Cuando pensó que todo terminaría ahí, cuando el dolor se había vuelto insoportable y la oscuridad comenzaba a envolverlo, algo dentro de él se activó. Un recuerdo, una chispa de luz. Algo que aún quedaba por pelear.
“No… aún no…”, murmuró entre dientes apretados, su voz apenas audible pero decidida.
“¿Que dijiste?”, dijo el juez muy autoritario
Aún en medio del dolor intenso de los rayos Andrew gritó: ¡¡no puedo morir aquí!!