El ejército de soldados avanzaba con pasos lentos pero firmes, sus cuerpos deteriorados dejando un rastro de putrefacción y muerte. Andrew, centrado en su misión, ignoraba el peligro mientras decía las palabras del conjuro. Cuando pronunció la última sílaba, la garra que sostenía la campana y el colgante comenzó a hundirse, absorbiendo los artefactos en una oscuridad sin fondo. De pronto, el cristal púrpura en el pecho del dragón relució con una intensidad cegadora, como si toda la energía del templo se concentrara en un solo punto.
Y allí, en el centro de esa luz inquietante, el abanico se reveló.
Sin pensarlo, Andrew lo tomó rápidamente, sintiendo un escalofrío recorrer su espina dorsal cuando sus dedos rozaron la seda y el metal. Pero antes de que pudiera procesar su logro, el suelo comenzó a temblar como nunca antes. La estatua del dragón, que hasta ahora parecía un guardián inerte, abrió sus ojos, dos esferas de un fuego antinatural, llenas de ira y milenios de rencor. Su mirada se posó en Andrew, fija, gélida, como si él fuera una simple presa.
Lentamente, la bestia comenzó a levantarse, estirando su inmenso cuerpo y sacudiendo el polvo de siglos de letargo. Andrew sintió que cada fibra de su ser gritaba de terror; frente a aquella colosal figura, se sintió diminuto, como una hormiga a punto de ser aplastada.
Tragó saliva y, sin apartar la vista del dragón, habló: “Chicos... necesito ayuda aquí”
Pero al voltear, vio a Amelia y Noah sumidos en una lucha desesperada con los soldados muertos, que parecían infinitos, levantándose una y otra vez a pesar de los golpes y disparos.
“¿Crees que estamos de paseo aquí?”, respondió Noah, mientras lanzaba un golpe que atravesó el cuerpo de un soldado sin efecto alguno.
La situación se volvió caótica. El dragón, con un rugido que hizo vibrar las paredes, empezó a juntar una bola de fuego en sus fauces, su calor infernal llenando la sala. Andrew, sintiendo el calor amenazante sobre su piel, comprendió que su única opción era huir. Sin pensarlo, giró sobre sus talones y corrió hacia la salida, su corazón martilleando con cada paso, sabiendo que un instante de duda significaría su fin.
“¡Tenemos que salir de aquí ya!”, gritó con todas sus fuerzas, sin mirar atrás.
Pero los soldados, atraídos por el poder del abanico, giraron sus cabezas podridas en su dirección. Sus ojos vacíos parecían cobrar vida con una sola misión: impedir su escape a toda costa.
En un instante, todos se abalanzaron hacia él, ignorando al resto, sus movimientos rígidos pero incansables.
Andrew corrió por su vida, esquivando brazos huesudos que intentaban atraparlo. La salida estaba cerca, pero cada segundo parecía alargarse, cada paso resonaba en el eco de un templo que se desmoronaba a su alrededor, con la furia de un dragón milenario y la venganza de un ejército maldito pisándole los talones.
Noah y Amelia intercambiaron una mirada breve pero cargada de entendimiento: había que huir. Sin pensarlo dos veces, salieron corriendo tras Andrew, quien avanzaba a toda velocidad hacia la puerta del templo. Amelia, con un reflejo rápido, levantó sus armas y disparó hacia los muertos vivientes, abriéndose paso a través de la horda que rodeaba a su amigo.
Andrew, cada vez más cerca de la salida, se dio cuenta de un nuevo problema: la puerta estaba cerrada. El pánico subió por su garganta; el dragón estaba cada vez más cerca, su aliento ardiente envolviendo el aire como una amenaza temible. En un último acto de desesperación, con un instinto primitivo, Andrew invocó su alabarda, el arma que no había tocado en mucho tiempo, al fin le había contestado. Sin detenerse a pensar, la lanzó con una precisión brutal, y con una voz cargada de adrenalina, gritó:
“¡Agáchense!”
Noah fue el primero en reaccionar. Se lanzó al suelo, arrastrando a Amelia consigo mientras la alabarda atravesaba el aire como un rayo mortal, segando las cabezas de varios soldados con una facilidad aterradora. Pero su objetivo final no eran los muertos. La alabarda impactó directamente contra la bola de fuego que el dragón acababa de lanzar, generando una explosión ensordecedora que hizo temblar las paredes y lanzó a los tres por los aires.
Entre el polvo y el humo, Noah, aturdido y con los oídos zumbando, divisó a Amelia tambaleándose a su lado. Sin perder un segundo, la cargó y la arrastró hacia la salida, donde Andrew yacía, tosiendo aturdido, con los ojos apenas enfocados.
“¡Rápido, tenemos que tocar la puerta!”, gritó Noah, y Andrew asintió débilmente, presionando la puerta con desesperación.
Como en una especie de respuesta antigua y ritual, la puerta comenzó a abrirse lentamente, crujiendo bajo el peso de siglos de silencio. Apenas tuvieron tiempo de cruzarla cuando el rugido atronador del dragón resonó detrás de ellos, más enfurecido que nunca.
No dudaron: apenas salieron, empujaron la puerta para cerrarla, sus respiraciones entrecortadas y sus cuerpos tensos por el terror.
Sin mirar atrás, se lanzaron a correr a través del oscuro bosque, cada paso resonando en sus corazones. Sabían que no podían detenerse. Ese templo, con su guardián milenario y su ejército de muertos, quedaría en sus recuerdos como un lugar maldito que nunca volverían a desafiar.
Mientras atravesaban el bosque, envueltos en sombras y respiraciones entrecortadas, una tensión helada parecía envolverlo todo. El aire estaba cargado de un silencio extraño, roto únicamente por el crujir de sus propios pasos sobre las hojas secas. Pero no estaban solos; algo o alguien avanzaba tras ellos, a una distancia inquietantemente cercana. Noah, Andrew y Amelia intercambiaron miradas, sabiendo sin palabras que el peligro no había quedado atrás en el templo.