Limerencia l Libro 2

Capítulo 3

Ver a Beth acostada en esa camilla azul, con el respirador tapándole gran parte de su rostro, sufriendo con cada pequeña respiración… me desgarró un poco por dentro, yo casi podía sentir su agonía al respirar. Sus padres todavía no habían llegado, pero cuando se enteraran de lo que había ocurrido seguramente se preocuparían mucho, morirían un poco también. Sabía de buena fuente que los padres de Beth la adoraban, es su única hija. Que ellos harían lo que fuera para mantenerla viva.

—¡Quiero ir con ella! —me acerqué a la camilla cuando intentaron subirla a la ambulancia—. No es justo que vaya ella sola. Hace frío y…

—Yo estaré con ella Nicole, no estará sola—intervino la profesora Celeste, tocándome sobre el hombro.

—No me importa—corté, soltándome de su agarre—. Voy a ir con usted.

La profesora Celeste me miró fijamente, y luego le echó una mirada a Preston y al profesor Desmond que estaban a unos pasos de nosotras con Estefany.

—Iremos en mi auto—accedió finalmente la profesora Celeste, seguida de un suspiro de resignación.

 

 

 

Había pasado más de una hora desde que llegamos al hospital, el mismo en el que la profesora Laura fue internada. La sala de espera estaba prácticamente vacía, sólo estábamos los padres de Beth, la profesora Celeste, el profesor Preston y yo.

Miré a la señora Eva, la madre de Beth. Aquella mujer lloraba desconsoladamente en los brazos de su esposo, como si esta vez estuviera segura de que los deseos de su hija se cumplirían. Disimuladamente sujeté fuertemente el pliegue de mi falda izquierdo buscando una forma de aguantar las lágrimas que pulsaban por salir, mientras recordaba el veredicto del doctor que nos habló a todos sobre el panorama negativo que presentaba Beth, no creemos que sobreviva esta noche, dijo el doctor, sin embargo nos quiso dar esperanzas hablandonos sobre un doctor nuevo que podía hacer algo por ella, y aun así no parecía seguro de eso, no quería que Beth muriera, todo aquello quizá era demasiado para mí. Yo no podía pasar de nuevo por algo como la muerte de alguien querido.

—Señora Grace, por favor, cálmese un poco—le sugirió Celeste, en tono conciliador—. Beth estará bien, ella es fuerte, usted lo sabe.

La señora Eva levantó su rostro del pecho de su esposo y miró a Celeste, no había reproche, ni siquiera molestia por el consejo de Celeste, sólo dolor y desconsuelo.

Ella era muy parecida a Beth, cabello castaño rojizo, pero corto, con la piel blanca, aunque la de Beth era más pálida. Esos ojos grandes, azules, tristes, y adoloridos eran los mismos. El padre de Beth era alto, cabello castaño oscuro, usaba lentes, esa nariz redondeada, y esa mirada amable era la misma que siempre Beth nos daba.

—Usted no entiende, profesora Lee—contestó la señora Eva, limpiándose una lágrima negra de la mejilla—. Beth no quiere ser más fuerte, ella está cansada de todo esto. Y yo soy la culpable de que sufra tanto, yo siempre… le insisto…

—Amor…

—No, Xavier—replicó la madre de Beth, interrumpiendo a su esposo—. Yo le exijo vivir como si fuera mi vida, sin pensar en ella, en todo lo que tiene que pasar—entonces su voz se quebró y volvió a sollozar, miró a su esposo—. Ella no me lo dice… pero sé que lo que desea es descansar. Así que…

La señora Eva se abrazó a su esposo fuertemente y lloró de una forma desgarradora.

—La estoy dejando irse… perdóname amor—chilló la señora Eva—. Dejé que nuestra bebé se fuera.

—Te amo cariño, no es tu culpa—dijo el señor Xavier, abrazándola.

—Escuché que hay un nuevo doctor, está ahí con ella—comentó Desmond, pero la ecuanimidad en su voz me dejó inconforme—. Es el mejor cardiólogo que hay, su hija está en buenas manos.

—No espero que le den más tiempo del que necesitamos… para despedirnos de ella, solo quiero verla una vez más—contestó finalmente el padre de Beth—. Y queremos que ella descanse.

Me levanté y salí de aquella sala, segura de algo; no podía soportar esto una segunda vez. No con ella, no con Beth. No se lo merecía, el cielo se había equivocado con este castigo, no debió ser para ella.

Me escabullí hasta el estacionamiento, y respiré el aire helado de la noche antes de romperme por primera vez desde la muerte de mi padre. Me recosté del auto de la profesora Celeste, y lloré, sin poder pensar en un consuelo, porque no podías obligar a alguien a vivir cuando lo que quería es morir. Lo veía en sus ojos, la muerte estaba más cerca de ella que la vida.

—Si tu amiga quiere morir, porque vivir es doloroso para ella—la repentina voz de Preston me descolocó un poco, no porque me hubiera asustado, sino porque dejé de sentirme sola por la ola de calidez que se apoderó de mi fría y melancólica mente—, entonces sucederá lo que… tenga que ocurrir, lo mejor para Beth.

No me esforcé por mirarlo.

—La voy a extrañar muchísimo—susurré, pero aun así mi voz se quebró de forma ridícula.

Me tapé el rostro con las manos, nunca había llorado frente a alguien. Pero de pronto, Preston me cubrió con su cuerpo, me abrazó por completo, y lo sentí tan bien, me sentí segura, fuera de peligro, fuera del dolor por un momento.

—Los seres humanos… son frágiles—dijo—. Es ley de la vida que mueran algún día.

Levanté mi rostro y lo miré completamente en desacuerdo.

—No, no puedo creer que sea ley de la vida que mi padre hubiera muerto de esa forma. Tampoco puedo aceptar que sea la ley de la vida que Beth haya tenido que nacer para vivir sólo 17 años, y que en todo ese tiempo sólo haya sufrido.

Me alejé de él y volví a mi realidad, él era mi profesor y yo estaba confundiéndome sobre eso.

—¿Qué hace usted aquí? No necesito un niñero.

—Estás al cuidado de nosotros mientras estás aquí, porque supongo que no le has dicho nada a tu madre.

Miré hacia otro lado con el corazón hecho pedazos de nuevo. Ella nunca contestaría una llamada mía.




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