Los túneles bajo la cabaña olían a tierra húmeda y a algo más antiguo, como hierbas marchitas y raíces podridas. Eber avanzaba en primera fila, la linterna temblando en su mano, iluminando las paredes de piedra cubiertas de musgo brillante. La bufanda de Marta —ahora con el poema de Luciano cuidadosamente doblado en su bolsillo— le rozaba el cuello como un recordatorio.
Gema señaló unas marcas en la pared.
—Son señales de los contrabandistas —susurró—. Esta significa 'peligro adelante'.
Ernesto apretó el cuchillo.
—Justo lo que buscamos.
El primer hallazgo apareció cincuenta pasos más adelante: una pequeña cámara excavada en la roca, con un arcón de madera carcomida. Dentro, Eber encontró:
- Un cuaderno de piel gastada con las páginas llenas de la letra de Marta.
- Un mechón de cabello rubio atado con una cinta negra.
- Una bala de plata envuelta en un trozo de tela bordada con iniciales: L.F.
—Era de Luciano —Gema tocó la bala con reverencia—. Marta la escondió aquí después de su muerte.
Eber abrió el cuaderno en una página al azar.
"Damián cree que la plata purifica. Que el dolor ennoblece. Pero Luciano me lo advirtió: no hay pureza en quien disfruta del sufrimiento ajeno."
Un crujido en la oscuridad los paralizó.
La trampa se activó en silencio.
Primero fue el sonido de piedras moviéndose. Luego, el techo comenzó a ceder.
—¡Corran! —gritó Ernesto, empujando a Eber hacia adelante.
Corrieron a ciegas, tropezando con raíces y huesos de animales. Detrás de ellos, el túnel se derrumbaba con un estruendo sordo. Algo cortó el brazo de Eber —una piedra afilada, un trozo de metal oxidado—, pero no sintió el dolor hasta que estuvieron a salvo en una bifurcación más amplia.
Fue entonces cuando vieron los dibujos.
En la pared, trazados con algún tipo de tinta oscura que brillaba débilmente a la luz de la linterna, había una serie de símbolos:
1. Un lobo con ojos de hombre.
2. Un círculo de figuras postradas ante un altar manchado.
3. Un niño alado cayendo del cielo, atravesado por una lanza.
—Dios mío —Gema retrocedió—. Estos no son de los contrabandistas.
Ernesto alzó la linterna, revelando una inscripción debajo de las imágenes:
"El ángel debe sangrar para que el lobo viva."
Eber tocó el dibujo del niño alado. Las alas eran de lirios, exactamente como en el dibujo que Damián había dejado para él.
—No es una profecía —murmuró Eber—. Es un ritual. Y yo soy el ángel.
En ese momento, una voz resonó desde las profundidades del túnel, demasiado cerca:
—"Hijo mío... ya estás aprendiendo."
El aire fresco les golpeó el rostro como una bendición cuando emergieron de los túneles. Sin darse cuenta, habían salido a orillas del río Torrente, ese mismo que serpenteaba hasta pasar junto al molino de Damián. El agua corría oscura bajo la luna, llevándose consigo el olor a tierra y miedo que les impregnaba la piel.
Eber se arrodilló en la orilla, sumergiendo las manos en la corriente helada. El corte en su brazo ardía, pero era el peso del cuaderno de Marta —ahora guardado bajo su camisa— lo que realmente le quemaba el pecho.
—Deja que te vea —Ernesto se arrodilló frente a él, cogiendo su brazo con una suavidad que contrastaba con la sangre seca en sus nudillos.
El agua se tiñó de rosa cuando lavó la herida. Eber contuvo un gemido. No por el dolor, sino por la forma en que Ernesto lo miraba, como si cada gota de sangre que se perdía en el río fuera una parte de su alma que se le escapaba.
—Si lo mato... —Eber comenzó, las palabras saliéndole como piedras—. ¿Qué me separará de él?
Ernesto detuvo sus manos en el aire. Las gotas cayeron sobre sus rodillas como lágrimas.
—Escúchame bien —le dijo, levantando el rostro de Eber con un dedo bajo su barbilla—. Los monstruos no dudan. No se preguntan si están haciendo lo correcto. Y tú... maldita sea, Eber, estás hecho de dudas.
El río siguió fluyendo, indiferente. A lo lejos, donde las aguas se curvaban hacia el molino, una sombra se movió entre los árboles. Demasiado grande para ser un animal, demasiado rápido para ser un hombre.
Eber no apartó la vista de Ernesto.
—¿Y si las dudas no bastan?
Ernesto le pasó un trapo limpio —arrancado de su propia camisa— por el brazo. Después, guió esa misma mano hacia su propio pecho, donde el cuchillo de Gema descansaba en su cinturón.
—Entonces usa esto. Pero no para volverte como él. Para proteger lo que él nunca tuvo.
El viento llevó hasta ellos un sonido que no pertenecía al bosque: el crujido de madera vieja. El molino, moviéndose en la noche.
Damián los esperaba.
Pero esta vez, Eber ya no temía a la bestia que llevaba dentro.
Temía a la que reconocía en sus ojos.
El agua del río seguía goteando de las ropas de Eber cuando regresaron a la cabaña. Gema los esperaba en la puerta, sus ojos saltando inmediatamente a la herida de Eber y luego al cuaderno que asomaba bajo su camisa empapada.
—Encontraron algo —afirmó, no preguntó.
Ernesto le mostró la bala de plata. Gema palideció, pero no pareció sorprendida.
—Mamá juró que nunca la usaría —susurró, tocando el metal con reverencia—. Decía que algunos monstruos merecen ser recordados como humanos.
Eber dejó escapar una risa amarga mientras exprimía su camisa sobre el fuego. El agua silbó al evaporarse.
—Damián perdió ese derecho hace mucho.
Gema los observó en silencio mientras se secaban. Luego, con la voz más suave que Eber le había escuchado en años, soltó la bomba:
—Él la ve. A mamá. En las noches de luna llena, habla con ella como si estuviera viva.
Ernesto dejó de frotar su cuchillo.
—¿Alucinaciones?
—O culpa —Gema se acercó al baúl de Marta y sacó un vestido azul pálido, casi gris por el tiempo—. Podríamos usarlo. Eber se parece mucho a ella... sobre todo cuando el sol no ha salido todavía.