El suelo se tragó a todos.
Eber sintió el impacto antes que nada: un golpe seco contra la espalda que le arrancó el aire de los pulmones. La oscuridad era absoluta, rota solo por el tenue brillo verdoso de la savia que goteaba de las raíces colgantes. A su lado, Gema jadeaba, los lirios en su brazo ahora retorciéndose como si algo los hubiera perturbado.
—Aquí... —la voz de Luciano resonó desde algún lugar en la penumbra— ...es donde el tiempo se quiebra.
Ernesto encendió su linterna (milagrosamente intacta) y el haz de luz reveló lo que yacía bajo el molino:
Una caverna de cristal y metal, con paredes compuestas por cientos de relojes rotos, sus engranajes incrustados en la roca como fósiles. En el centro, un enorme crisol de hierro humeaba con un líquido negro y espeso.
Pero lo más aterrador eran los hilos.
Finísimos cables de plata conectaban cada reloj al crisol, como si este fuera un corazón y aquellos sus venas.
—Dios mío... —murmuró Iván, levantando una mano hacia el reloj más cercano.
Era idéntico al suyo.
Luciano (o lo que quedaba de él) emergió de las sombras, arrastrando su cuna de lirios como un caracol su concha.
—Damián no quería detener el tiempo —dijo, señalando el crisol—. Quería fabricarlo.
Gema tosió, escupiendo una brizna de pétalo negro.
—¿Fabricar... tiempo?
—Memorias. Destinos. Vidas enteras. —Luciano se acercó al crisol—. Él creía que podía reescribirnos. Primero a mí... luego a vosotros.
Eber miró a Iván, cuyo rostro era ahora un mapa de horror y entendimiento.
—Los relojes...
—Son vosotros. —Luciano lo confirmó—. Cada uno guarda los pedazos que Damián les robó.
Un gemido sacudió la cámara. Del crisol comenzó a brotar una sustancia espesa, negra como la tinta pero brillante como el aceite.
—La savia del molino —susurró Ernesto—. Es lo que alimenta a los lirios.
—Y lo que nos une a él —Luciano extendió un brazo esquelético hacia Gema—. Por eso te llamaba.
Eber se interpuso.
—No la toques.
Pero Gema ya estaba avanzando, movida por algo más fuerte que el miedo. Los lirios en su piel brillaban ahora con un resplandor siniestro.
—¿Puedes sacármelos? —preguntó a Luciano.
El hombre (si es que aún lo era) inclinó la cabeza.
—Sí. Pero el precio es que recuerdes.
—¿Recuerde qué?
—Lo que hicisteis la noche que murió Marta.
Un estruendo sacudió la cámara. Desde arriba, como si el molino entero protestara, llegaron los sonidos de maderas quebrándose.
—Se está derrumbando —advirtió Ernesto.
Iván, con una determinación repentina, se acercó al crisol.
—¿Cómo lo paramos?
Luciano lo miró con esos ojos blancos, vacíos.
—Alguien debe tomar mi lugar.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra.